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Irak y el liderazgo mundial de EE UU

Hace poco más de un año, EE UU se sentía reconfortado por la solidaridad internacional que provocó el atentado del 11 de septiembre, así como por la admiración mundial que consiguió gracias a la operación militar, espectacularmente eficaz, que acabó con el régimen talibán en Afganistán.

Un año después, puede que haya un solo país en todo el mundo cuya opinión pública apoye de forma inequívoca la probable guerra de Estados Unidos contra Irak. La virulencia que cruza el Atlántico no tiene precedentes en su fealdad, y pone en serio peligro la unidad de la OTAN. Al mismo tiempo, los estadounidenses -a pesar de los avances en la campaña contra el terrorismo anunciados oficialmente- están tomando medidas urgentes de autoprotección contra posibles atentados terroristas.

No es precisamente un éxito estratégico. Por tanto, ¿qué ha ido mal y qué se puede hacer todavía? ¿Por qué produce tanta controversia el hecho evidente de que Irak no está obedeciendo las resoluciones de la ONU? Existen varias razones que explican el porqué de esta gran confusión, incluso entre los aliados más fieles, el motivo del rechazo público a la guerra en todo el mundo (incluso en la "nueva Europa", por no hablar de Gran Bretaña) y la causa de la gran incertidumbre que reina en EE UU.

La primera razón se remonta a la forma en que surgió el problema de Irak a lo largo de la campaña inconclusa contra el terrorismo. El énfasis en el "cambio de régimen" a partir del verano de 2002 y los primeros indicios de que Estados Unidos estaba impaciente por ir a la guerra por su cuenta, han despertado la sospecha de que la consiguiente decisión de EE UU de conseguir la aprobación de la ONU para el desarme obligatorio de Irak era básicamente una estratagema basada en la expectativa de que Sadam Husein se mostraría inequívocamente recalcitrante. La credibilidad de EE UU tampoco se ha visto favorecida por la tendencia a mencionar sospechas como prueba de las transgresiones iraquíes.

Además, la manera en que EE UU definió su "guerra contra el terrorismo" ha parecido a muchos en el extranjero excesivamente teológica ("agentes del mal que odian la libertad") y en absoluto relacionada con un contexto político. La evidente reticencia a la hora de reconocer una conexión entre los terroristas de Oriente Próximo y los problemas políticos de dicha zona han alimentado las sospechas de que EE UU ha explotado la campaña contra el terrorismo principalmente para fines políticos y regionales. Por otra parte, los esfuerzos cada vez más agudos, pero carentes de fundamento, de establecer una conexión entre Irak y Al Qaeda también han hecho aflorar la cuestión de si ese supuesto (o incipiente) vínculo es la razón para la política de EE UU o es cada vez más la consecuencia de ello.

Las cosas no se han visto favorecidas por el apoyo obvio, aunque no declarado, del presidente Bush a las ideas del primer ministro Sharon acerca de cómo abordar el problema de los palestinos y de la región en su conjunto. La prensa europea ha comentado con más detalle que la estadounidense el sorprendente parecido que existe entre la política actual de Estados Unidos en Oriente Próximo y las recomendaciones que presentaron en 1996 distintos partidarios estadounidenses del Likud al por aquel entonces primer ministro Netanyahu. Que dichos partidarios ocupen ahora posiciones influyentes en el Gobierno se considera como el motivo por el que EE UU está tan impaciente por entrar en guerra contra Irak, tan dispuesto a echar abajo el proceso de paz de Oslo entre Israel y los palestinos, y se muestra tan brusco a la hora de rechazar los apremios europeos para establecer iniciativas conjuntas de EE UU y Europa a fin de promover la paz entre Israel y Palestina.

La manera en que EE UU ha reaccionado ante las reservas europeas con respecto a Irak ha creado la impresión de que algunos líderes estadounidenses confunden la OTAN con el Pacto de Varsovia. Y lo que es peor, el regocijo con el que se ha recibido en Washington la división de opiniones en Europa con respecto a si apoyar o no la postura de Estados Unidos ha alimentado la propensión europea hacia las teorías de conspiración. Estados Unidos no sólo resulta sospechoso de recibir con alegría las desavenencias europeas, sino que algunos europeos están empezando a creer que EE UU, en gran medida bajo la influencia de los políticos más partidarios de la guerra, planea de hecho una impresionante realineación estratégica. La Alianza Atlántica se vería sustituida por una coalición de Estados no europeos, como Rusia, India e Israel, que sienten una hostilidad especial hacia diversas partes del mundo islámico.

Por último, pero no por ello menos importante, existe la más que justificada inquietud de que la preocupación con Irak -que no plantea una amenaza inminente para la seguridad mundial- disimula la necesidad de abordar la amenaza más seria y verdaderamente inminente que plantea Corea del Norte. La falta de unidad en la ONU y las fisuras en la alianza con respecto a las inspecciones que se están llevando a cabo en Irak no crean unos precedentes tranquilizadores para afrontar el desafío abierto de Corea del Norte. Un EE UU que decide actuar prácticamente por su cuenta con respecto a Irak podría, entretanto, encontrarse también solo a la hora de hacer frente a los costes y las cargas resultantes de la guerra, por no mencionar la hostilidad cada vez mayor y más extendida en el extranjero.

Nada de lo anterior es un argumento para sacar a Irak del apuro. En efecto, el uso de la fuerza podría ser necesario para reforzar el objetivo del desarme. Pero la forma en que se ejerce dicha fuerza y el momento en que se ejerce deberían formar parte de una estrategia más amplia, sensible ante el riesgo de que el acabar con el régimen de Sadam pudiera salirle demasiado caro al liderazgo global de EE UU. Por tanto, nos encontramos con varias conclusiones:

- Estados Unidos no debería implicarse en polémicas de "ojo por ojo" dirigidas a susaliados más importantes. Eso es tan degradante como destructivo. Por el contrario, existe la necesidad urgente de la confirmación al más alto nivel de la prioridad de la Alianza Atlántica como piedra angular del compromiso de EE UU en el mundo.

- EE UU debería reconocer que la búsqueda de la paz en Oriente Próximo requiere tanto el desarme de Irak como la renovación activa del proceso de paz entre israelíes y palestinos.

- EE UU y las demás potencias con poder de veto en el Consejo de Seguridad deberían imponer a Irak un escrito pormenorizado, tan concreto y realista como sea posible, en el que quizá también se deberían especificar límites de tiempo (es decir, ultimátum) de forma que en cada una de las etapas fuera más fácil llegar a un acuerdo con respecto a la certificación por parte del Consejo de Seguridad de la ONU del acatamiento o incumplimiento por parte de Irak.

- EE UU debería estar dispuesto a ofrecer a las inspecciones de la ONU y al proceso de verificación en Irak los varios meses necesarios para establecer más claramente si Irak cumple a regañadientes las condiciones o si las está esquivando deliberadamente. El argumento de que el despliegue de tropas de EE UU necesita rápidamente una guerra simplemente no resulta creíble: durante décadas ha habido desplegados en Europa cientos de miles de soldados estadounidenses preparados para la guerra; y la capacidad de Estados Unidos para un despliegue rápido es hoy mayor que nunca.

El cumplimiento progresivo exigiría que EE UU aceptara el desarme como resultado; un desafío en cualquiera de las etapas significaría una guerra respaldada por la ONU, y tras ella un cambio de régimen.

Zbigniew Brzezinski fue asesor de asuntos de seguridad del presidente de Estados Unidos Jimmy Carter.

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