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Columna
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Silencios

La batalla propagandística con la que el Gobierno pretende domeñar a una sociedad abiertamente opuesta a la guerra, ha alcanzado un grado de paroxismo que roza el desvarío. Y en la medida que avanza la brecha entre el ejecutivo y la ciudadanía, se acrecienta el delirio gubernamental.

Tras el cacheo a los actores y ya en las vísperas de las manifestaciones, el presidente gallego Manuel Fraga, volvía por sus fueros de cuando era Fraga Iribarne, al confesar en Catalunya Radio que había decidido retirar la subvención a los premios Max de teatro porque "es de tontos pagar para que le insulten a uno". Si cuando era ministro de la dictadura creía que la calle era suya, no es de extrañar que ahora piense que también lo es el presupuesto de Galicia.

Las multitudinarias movilizaciones del sábado, dejaron al Gobierno sin descanso. El domingo, Francisco Álvarez Cascos volvía al frente propagandístico, desde Santander y Javier Arenas Bocanegra, desde Sevilla. Álvarez Cascos hacía unas declaraciones en las que pedía que sean "simétricamente respetados los derechos de la mayoría silenciosa que no se manifestó". Por su parte, Arenas Bocanegra acusaba a los socialistas de "manipular los sentimientos de un país que no quiere la guerra". Ambas declaraciones tienen un poso lingüístico y un trasfondo argumental común y nítido: el discurso frente a la democracia que emplearon los tardofranquistas, opuestos a cualquier transición y que luego se reunieron entorno a Fraga. Entonces los presuntos manipuladores no eran sólo los socialistas, sino fundamentalmente los comunistas, disfrazados de demócratas. Sí, en el franquismo el silencio fue mayoritario, pero la mayoría no es que fuera exactamente silenciosa, sino que, cosa algo diferente, fue silenciada a golpes de porras, de mentiras y sobre todo, de miedo.

Veinticinco año después, encaja poco con el perfil de una democracia intentar oponer, simétricamente, frente a la ciudadanía activa, una lectura unívoca de pasivos silencios.

Cuando se desencadena el asalto a la razón, el despropósito carece de límites y alcanza a las personas que teníamos por mesuradas. Mariano Rajoy asegura en una entrevista con Europa Press que "Naciones Unidas es un órgano perfectamente suprimible" si no obliga a cumplir sus resoluciones. Para una vez que a España le toca sentarse en el Consejo de Seguridad de la ONU, no parece muy de recibo empezar por proponer la liquidación de la primera organización internacional.

Finalmente, el atraco a la inteligencia se desboca en el mensaje que machaconamente está lanzando el Gobierno en las últimas horas: "Estamos de acuerdo con todas las personas que se manifestaron el sábado en que no queremos la guerra". Pues no. No es así y ahí está la intervención de la ministra de Exteriores, Ana Palacio, en el Consejo de Seguridad de la ONU. Porque, cuando en la entrevista publicada ayer en este periódico, la ministra afirma algo tan obvio como que "nadie puede ni debe arrogarse el monopolio de la bandera de la paz, del no a la guerra", a la vez está escondiendo que el Gobierno y el grupo parlamentario del PP se han quedado solos, que monopolizan el sí a la guerra. El Gobierno tiene derecho a intentar convencer a los ciudadanos, pero lo que no puede hacer es engañarlos.

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