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Tribuna:
Tribuna
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En pie de paz

"¡Que el alba venga de prisa!...".

Vicente Alexandre, en Ámbito, 1928.

"Si quieres la paz, prepara la guerra", reza un proverbio tan antiguo como perverso. El resultado está a la vista: guerra tras guerra, confrontación tras confrontación. La paz ha sido el tiempo que ha mediado entre dos guerras. Hemos hecho aquello para lo que estábamos preparados: la guerra. Hemos utilizado la fuerza, y no el diálogo; la espada, y no la palabra. Hemos vivido en "pie de guerra", que, según la Real Academia de la Lengua, se refiere al "ejército que en tiempo de paz se halla apercibido y preparado como si fuera a entrar en campaña"... y "se aplica a cualquier nación que se arma y pertrecha de lo necesario para combatir". Progresivamente, se ha puesto en marcha una inmensa maquinaria de guerra de una inercia tal, que parece inútil intentar hacerle frente y ponerla en su sitio y a su ritmo, para que cumpla sus funciones sin hipotecar el cumplimiento de todas las demás. Para ello es necesario preparar la paz, actuar cada día, todos, en favor de un cambio radical en las tendencias actuales, tanto económicas como sociales, medioambientales, culturales y morales. En lugar de ponernos, como siempre, en pie de guerra, ahora debemos procurar ponernos diligentemente en pie de paz.

Hoy suenan tambores de guerra en un mundo que, por primera vez, podría disfrutar de su globalidad, de saberse una "aldea global", según la expresión de Mac Luhan. Nunca hasta ahora pudimos seguir, en tiempo real, los acontecimientos del mundo en su conjunto: qué hace la gente, cómo vive y se comporta, qué sucede en la naturaleza, cómo evolucionan las identidades culturales, en qué medida guían las pautas y valores universales. Sin embargo, este alcance mundial de nuestra percepción no ha influido como era previsible y deseable en una mayor distensión entre unos y otros "barrios", en una mejor capacidad de reparto, en un mayor acercamiento, en una mejor cooperación intelectual para, juntos, prever y prevenir, en un mejor discernimiento de lo que realmente importa para construir un futuro menos sombrío para las generaciones venideras.

Ni siquiera hemos conseguido -porque las fuentes son muchas menos de las que esperábamos, y sus informaciones, menos independientes, en general, de las que deberían acercarnos a la realidad circundante con mayor precisión- ver lo que permanece oculto, ser conscientes de los invisibles, de los que malviven y mueren en el olvido tras la barrera profusamente iluminada de noticias de calado escaso y de escándalos, ... mientras los excluidos de todos los escenarios, frustrados, radicalizados, desesperanzados, intentan, a riesgo de su vida en ocasiones, traspasar los límites de las candilejas. Otros, más heridos, menos pacientes, urden ocasiones de venganza. Al final, como ya nadie duda a estas alturas, todos pierden. El siglo XX ha demostrado el fracaso -¡a qué precio de vidas y de sufrimiento!- de la cultura de guerra y de un sistema económico y social discriminatorio, que amplía las desigualdades en lugar de reducirlas. De una visión miope que conduce, en un mundo interactivo y sin fronteras, al aislamiento artificial de una minoría que pretende consolidar su posición utilizando, gracias a sus avances científicos y tecnológicos, los recursos naturales de los países que integran la mayoría menesterosa.

Pueblos enteros asolados por desgracias de todo tipo..., y nosotros, los privilegiados, creyendo que con limosnas podemos acallar nuestra conciencia, nuestra indiferencia, nuestro "sin remedismo: "¿Qué puedo hacer yo? Las cosas son así". Si insisto en el peligro inherente a estas situaciones es porque he tenido ocasión de ver cómo se vive y muere y escuchar lo que se dice en muchos lugares del mundo que forman parte del 83% que se halla más allá de los confines de la fortaleza de los prósperos. En ambos lados de la línea imaginaria, la práctica totalidad de los habitantes lo único que desea es disfrutar plenamente de este misterio que representa cada vida en cada instante. Cuando se comprueba la generosidad, dedicación, voluntad y buena fe de tantas y tantas personas, nos llenamos de sentimientos de esperanza y del convencimiento de que otro mundo es posible. Es aquel mundo que se concibió en 1945 en San Francisco: "Nosotros, los pueblos"..., dotados de unos puntos de referencia -la Declaración de los Derechos Humanos, en 1948- y decididos a compartir mejor los frutos de la tierra (programas de Naciones Unidas para el desarrollo, 1954). Un mundo que construiría "la paz en la mente de los hombres", según reza la Constitución de la Unesco, a través de la educación, la ciencia y la cultura, mediante la "solidaridad intelectual y moral de la humanidad". Sólo así, a través de la educación -conocimientos, valores, actitudes, creatividad-, podríamos superar ahora, como se pretendía entonces, el catastrófico balance cultural y espiritual de fines de siglo y de milenio.

El gran proyecto de 1945 no se ha convertido en realidad. Primero, por la confrontación de las dos grandes superpotencias: cuando la Unión Soviética se hundió en 1989 -porque, supuestamente basada en la igualdad, había olvidado la libertad- la historia ofrecía una gran oportunidad a la otra superpotencia, que se hallaba asimismo en grandes dificultades, porque, basada en la libertad, se había olvidado de la igualdad. Y ambas, de la fraternidad. En lugar de liderar la democratización a escala mundial, como al final de la II Gran Guerra, eligió esta vez liderar tan sólo al grupo de países más poderosos (G-7 o G-8). Simultáneamente, tuvo lugar una arriesgada e indebida trasferencia de responsabilidades al mercado, al tiempo que emergían grandes conglomerados privados a escala supranacional. La inexistencia de códigos de conducta llevó a desmanes y tráficos (de armas, capitales, drogas, personas) y a una total impunidad. En múltiples ocasiones he subrayado la contradicción, tan nociva, que representa la existencia de democracia, que es la solución en el ámbito nacional, y de oligocracia, en el internacional. Sin posibilidades de manifestar su situación, la mayoría de los países -incluso algunos antes "desarrollados"- se han visto abocados a formar parte del conjunto multicolor de rezagados (endeudados, dependientes tecnológica y financieramente), agudizándose los sentimientos de animadversión por las promesas incumplidas, por las asimetrías crecientes, que generan caldos de cultivos de rencor y agresividad.

Segundo, por el papel, más silencioso y sumiso de lo que era de esperar, jugado por Europa. Cuando, después de un clarividente inicio y de un largo proceso, la Comunidad Económica pretende transformarse en Unión, los objetivos a corto plazo impiden que Europa ejerza la influencia que, como gran aliado, le corresponde. Los aliados, los amigos, son los que aconsejan y dicen lo que piensan. Hasta ahora, factores secundarios -principalmente de orden comercial y económico- han impe-dido el surgimiento de la Europa que está llamada a representar un papel relevante, si se mantiene el Atlántico como nexo principal. China, Japón, India, Brasil... son demasiado influyentes para que pensemos que, de todos modos, los nuevos caminos van a pasar por nuestro territorio.

Deber de memoria. Memoria del pasado y, sobre todo, memoria del futuro. Tengamos permanentemente a la vista los posibles escenarios del mañana, para que cumplamos nuestra responsabilidad de elegir, aunque implique muchas transformaciones, lo que más conviene a nuestros hijos.

Deber de igual mirada sobre el presente para que hechos como los que se repiten a diario en el Oriente Próximo se atajen de forma inmediata. Nadie debería tener patentes de corso, sobre todo cuando tanto se invocan los derechos humanos... Los vivos -y los muertos- valen lo mismo, por principio, y no puede ser que sólo se cuenten los de un lado.

Por experiencias todavía recientes, sabemos bien cuándo y cómo empiezan las guerras, pero nunca se sabe cómo y cuándo terminan.

Pongámonos todos al lado de la "paz preventiva". Pongámonos en pie de paz para:

- Evitar la violencia en casa, en nuestro pueblo, en nuestra comunidad, en nuestro Estado, en el mundo.

- Retomar las riendas de la gobernanza mundial y que el mercado esté sometido a unos principios éticos universales.

- Lograr, en un gran movimiento mundial, la erradicación del hambre en el mundo, adoptando acciones concretas en favor de los que hoy, en Etiopía y otros países, mueren de hambre e insolidaridad.

- Coordinar eficazmente las acciones que impidan que niños y adolescentes se vean condenados a la enfermedad, a la opresión, a la ignorancia, al padecimiento de enfermedades que hoy ya pueden combatirse y prevenirse.

- Impulsar la investigación científica para que pueda hacerse frente en particular a las enfermedades que diezman hoy a una buena parte de la humanidad que vive en condiciones higiénicas de gran precariedad, mejorando en todo el mundo el acceso a los sistemas sanitarios preventivos, curativos y paliativos.

- Conseguir que la protección del medio ambiente y la observancia de la Carta de la Tierra se convierta en un compromiso cotidiano de todos los ciudadanos del mundo, de todas las autoridades municipales, de todos los parlamentarios y gobernantes, asegurando la disponibilidad de medios apropiados y los mecanismos de coordinación para hacer frente a las catástrofes naturales o provocadas.

- Fortalecer rápidamente a las Naciones Unidas, dotándolas de los recursos humanos y financieros necesarios para establecer los códigos de conducta mundiales que sean precisos, mediante los correspondientes Consejos de seguridad (medioambiental, cultural, económico, ético) y asegurar, en nombre de todos, su cumplimiento.

- Incorporar a las legislaciones nacionales las declaraciones y recomendaciones más relevantes de las "cumbres", que en la década de los noventa, abordaron las distintas dimensiones de la educación, la ciencia, el desarrollo social, la participación de la mujer, la tolerancia, el respeto y conservación de la naturaleza, etcétera.

- Poner en marcha, con todas las garantías necesarias para la eficacia de su acción, el Tribunal Penal Internacional, con todos los mecanismos que aseguren el adecuado y democrático funcionamiento del mismo.

En pie de paz, en favor:

- De unas fuerzas de seguridad dotadas de los efectivos humanos y medios tecnológicos que garanticen el cumplimiento de las leyes emanadas de los Estados democráticos, de tal modo que se reduzcan al mínimo, junto con las medidas antes mencionadas, los focos de violencia y terrorismo.

- Del desarrollo endógeno a escala mundial, con inversiones y transferencia de tecnología que eliminen las presentes desigualdades.

- Del establecimiento, con la colaboración de los centros universitarios y de investigación, de las instituciones prospectivas que, a escala nacional e internacional, permitan la necesaria anticipación, especialmente en fenómenos y procesos de irreversibilidad potencial.

- De unos medios de expresión de los ciudadanos de todo el mundo que puedan superar las formidables barreras del poder mediático actual y conseguir que sus voces, propuestas y protestas puedan alcanzar a los gobernantes y parlamentarios.

En pie de paz para acelerar la movilización popular por la no violencia, logrando que las organizaciones y comunidades intelectuales, académicas, humanitarias y de toda índole no sólo no permanezcan silenciosas, sino que su clamor sea capaz de iniciar los cambios de rumbo que son imprescindibles para que esclarezcamos los horizontes, hoy tan sombríos, que legamos a nuestros descendientes.

Sabemos bien el precio de la guerra. Es un precio muy superior al de la paz. Vamos a prepararnos para la paz como en el pasado nos hemos preparado para la guerra. Hemos vivido en pie de guerra una cultura basada en la fuerza. Modifiquemos el adagio y digamos: si quieres la paz, prepárala cada día con tu comportamiento. Como recomendaba la profecía de Isaías, "convirtamos las lanzas en arados". Transitemos hacia una cultura de paz, de diálogo y entendimiento. Pongámonos en pie de paz.

Federico Mayor Zaragoza es catedrático de Bioquímica de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Cultura de Paz.

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