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Columna
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Trece días

"Déme la orden y mis chicos acabarán con esos cabrones rojos", le indica con dureza un halcón militarista al presidente Kennedy. Es el desabrido octubre de 1962 y los misiles balísticos con cabeza nuclear amenazan la Costa Este de los Estados Unidos, de la misma manera que los cohetes con el veneno atómico se ciernen, desde Turquía, como la muerte sobre los súbditos de la ahora desaparecida Unión Soviética. En la tropical Cuba y en la árida Anatolia, en el Berlín cercado y amurallado por el telón de acero, en los arrozales del sudeste asiático, en la frontera de la India que acaban de atravesar las tropas de la República Popular China, en la Casa Blanca, en Manises, en Rota o en Torrejón, en cualquier lugar de este planeta pequeño se corre el riesgo de que los hongos atómicos y la radioactividad no dejen títere con cabeza. Se trata de la llamada crisis de los misiles que los soviéticos están instalando en Cuba, y que coloca al mundo al borde del mayor de los desastres jamás conocido. Pero el presente narrativo de la crisis, afortunadamente, lo es sólo en la película de Roger Donaldson Trece días; una cinta cinematográfica de hace poco, referida a unos hechos históricos que muchos de ustedes, vecinos, vivirían en su temprana juventud a través de la escasa información que dejaba aquí filtrar el régimen de entonces. Los protagonistas de la película, que se ajustan más o menos a la realidad histórica de los hechos, hablan de acción y reacción, ataques aéreos y contraataques hasta preguntarse si los soldados o los civiles llegarían a saber por qué perdían sus vidas. También en la película, los máximos mandatarios estadounidenses se esfuerzan por presentar pruebas reales, que se podían constatar, de la amenaza soviética ante la opinión pública internacional en los foros de las Naciones Unidas o de la Organización de Estados Americanos. La sensatez humana y política, la buena voluntad, de los máximos dirigentes acaba por evitar en el filme el desastre, como lo evitó en la realidad la negociación y el acuerdo.

La situación actual no es la de octubre de 1962, ni tampoco la de 1990 como nos ha dicho el PP en el cuadernillo explicativo que deslizó en nuestros domicilios, para justificar aquello a lo que miles de ciudadanos en la calle no encuentran justificación alguna. Hoy el peligro de rojos astados a los que una orden pueda eliminar y desencadenar con ello una tragedia impredecible, no se percibe por lugar alguno. La historia, además, no se repite y, cuando lo hace, ya no es historia sino esperpéntica comedia, que dijera el filósofo. Aunque la comedia sea sangrienta y el antagonista sea un tiranuelo que ni es demócrata ni respeta los derechos de su viejo pueblo mesopotámico.

Y con témpanos como pies en este desabrido febrero, conversaban sobre películas y halcones un grupo de pacíficos manifestantes por las viejas y estrechas calles de un Castellón siempre estrecho. La capital de La Plana fue una calurosa y masiva fiesta por la paz un día frío: en rarísimas ocasiones vio la ciudad tanta gente en sus calles afeando con su voz o su presencia la amenaza de los halcones de la guerra o el servil seguimiento de quienes les secundan. Faltaba calle para tanto manifestante, y faltaba la derecha dirigente, aunque gentes de derechas de toda la vida se viesen entre los manifestantes. Y es que los dirigentes de nuestra derecha no pararon mientes en sensatez de los protagonistas de Trece días, y para ellos fueran tan sólo los miles de manifestantes una humareda que disipa el viento frío de febrero. Se equivocan.

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