Contra la guerra (I)
Como ciudadanos de un Estado democrático nos sentimos obligados a exponer públicamente nuestro criterio en una cuestión política de la máxima gravedad: la eventual colaboración de España en una, al parecer inevitable, intervención militar contra Irak. Dado que estamos radicalmente en contra de tal intervención, el Gobierno español, a nuestro juicio:
1. Debe pronunciarse asimismo contra ella en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
2. Debe colaborar activamente para que ese rechazo a la intervención se convierta en un criterio compartido por los Estados miembros de la Unión Europea.
3. Finalmente, debe rehusar cualquier género de colaboración en tal intervención, se produzca ésta con o sin el acuerdo de las Naciones Unidas, con o sin el acuerdo de la Unión Europea.
Las razones que públicamente se esgrimen en favor de la guerra merecen cierta consideración cuando son formuladas en abstracto, pero pierden toda fuerza de convicción en cuanto son referidas al problema concreto que hoy se plantea.
No es fácil encontrar un argumento sólido para concentrar la atención en Irak. El ataque preventivo que en este caso se postula constituye una infracción de las reglas que pretenden regir la convivencia pacífica entre los pueblos, y en especial de la Carta de las Naciones Unidas. La lucha contra el terrorismo, como bien sabemos en España, en ningún caso puede considerarse exenta de las limitaciones que incorpora el Estado de derecho.
Frente a ello, los ciudadanos comprometidos con los postulados constitucionales en España y en Europa tenemos la obligación de, al menos, pronunciarnos públicamente en contra de esta guerra que ya se da por segura, exigiendo al Gobierno que actúe de conformidad con los valores asumidos por la mayoría de la población. En un régimen democrático, el Gobierno nunca debería tener la impresión de poder situarse a salvo de la presión de la opinión pública.
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