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Crítica:APROXIMACIONES
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El dardo en la diana

Antonio Muñoz Molina

Con respecto a la lengua española se observan en los últimos tiempos algunas circunstancias paradójicas. Por una parte sufre la agresión cotidiana de la ignorancia y de la negligencia, favorecida por la falta de políticas educativas serias, y amplificada por el mal uso que suele hacerse de ella en los medios de comunicación; por otra parte, hay un número considerable y siempre creciente de personas que se preocupan por su deterioro y que procuran hablarla con propiedad y precisión, según atestigua el éxito de un cierto número de libros que no habrían alcanzado una difusión tan amplia en un país ya sin remedio analfabeto. En el tiempo escaso que lleva en las librerías, el diccionario de la Academia ha superado las ventas asombrosas de la edición anterior. El Diccionario del español actual, dirigido por Manuel Seco, ha adquirido en pocos años la presencia rotunda y merecida de un clásico. Y obras tan poco llamativas en apariencia como la Ortografía o la Gramática de la Academia han llegado a aparecer y a mantenerse sólidamente en las listas de libros más vendidos.

El nuevo dardo en la palabra.

Fernando Lázaro Carreter. EL PAÍS-Aguilar. Madrid, 2003. 262 páginas. 17,50 euros.

Lázaro Carreter disfruta de lo que en términos musicales se llama oído absoluto: no hay matiz del idioma que se le escape ni disonancia que no advierta

Pero sin duda el éxito más notorio ha sido el de una colección de artículos, El dardo en la palabra, de Fernando Lázaro Carreter, que publicó Galaxia Gutenberg hace cinco años y recibió enseguida la atención entusiasta de un público masivo. Los libros que reúnen artículos de periódico suelen conocer una fortuna editorial modesta: pero, con El dardo en la palabra, Lázaro Carreter se vio a sí mismo convertido en escritor de grandes ventas, lo cual no es un dato de mera sociología literaria, sino el indicio de una actitud muy extendida de amor por la lengua y gusto por su uso adecuado, así como de escarnio hacia quienes cada día la maltratan precisamente desde posiciones de responsabilidad en las que sería más urgente su cuidado.

Pero El dardo en la palabra no era únicamente una espléndida sucesión de pullas, ni un manual animado y urgente sobre el buen uso del español. Era también, cuando se leían uno tras otro sus capítulos, o cuando se regresaba al azar a algunos de ellos, un ejercicio soberano de literatura, de inventiva verbal, de ironía. Tal vez sin proponérselo, Lázaro Carreter había inventado un género nuevo en la literatura de periódico, entre la filología y la crónica rápida, entre la erudición puntillosa y la observación atenta y sarcástica del habla diaria. Lo que atraía a los lectores era algo más que el dictamen de un sabio o la autoridad de un profesor: era, estoy seguro, el descubrimiento y luego el hábito de una voz, de un cierto tono personal de escritura, dotada de ese punto misterioso de estilo que la vuelve pronto adictiva. Fernando Lázaro Carreter, que había pertenecido para varias generaciones de estudiantes de letras a la categoría severa de los filólogos, se incorporaba con sus dardos a otra tradición, la de los grandes escritores de periódico, observadores curiosos e ilustrados irónicos, la escuela admirable, por citar unos cuantos nombres, de Pla, de Cunqueiro, de Néstor Luján, de Julio Camba.

Cervantino hasta la médula, Lázaro Carreter carece sin duda del romo prejuicio hispano hacia las segundas partes: a finales de este mes de enero publicó un segundo volumen de artículos, El nuevo dardo en la palabra, que mantiene intactas las virtudes del primero, y que además acentúa algunos de sus rasgos más abiertamente personales y literarios. Como en aquél, el punto de partida es rigurosamente claro, y Lázaro se remonta al Diálogo de la Lengua de Juan de Valdés para enunciarlo: no se trata de defender una presunta pureza original del idioma frente a las novedades invasoras que vendrían a corromperlo, porque las lenguas siempre se han formado y han evolucionado por contagio, y porque con mucha frecuencia los neologismos son imprescindibles, o al menos muy útiles para favorecer la expresión de cosas o conceptos para los que el propio idioma carece de palabras. La lengua no es un tesoro sagrado e intangible, sino un instrumento que sirve doblemente a la claridad de la inteligencia y a la comunicación entre las personas. Una lengua marrullera y confusa revela una mente empobrecida, sin claridad conceptual, y también es un obstáculo grave en la primordial tarea humana de explicarse y de comprender a los otros. Hablar y escribir con precisión -llamar al pan pan y al vino vino- es sobre todo una necesidad práctica, recuerda Lázaro: "... la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de entenderse".

Con vehemencia quijotesca,

aunque con un humor más templado que el del hidalgo manchego, Lázaro Carreter emprende en cada capítulo de esta su segunda salida una contienda desigual contra los jayanes y yangüeses que maltratan la lengua, que suelen reclutarse sobre todo en los ámbitos de la política, de la publicidad y de la información y la charlatanería deportivas. El dolor por las agresiones y el oído para percibir las más absurdas muletillas verbales se equilibran siempre a lo largo del libro con una vena satírica y una mirada entretenida y escéptica que más de una vez convierten en episodios cómicos lo que de otro modo serían reprimendas ásperas o lamentaciones sin consuelo. Lázaro Carreter disfruta de lo que en términos musicales se llama oído absoluto: no hay matiz del idioma que se le escape ni disonancia que no advierta, y lo encrespan no ya los errores sintácticos o los vacuos anglicismos, sino los romos lugares comunes que se repiten a diario, aquello de "el tema" o las "bien merecidas vacaciones" o "la espiral de la violencia", o la "catástrofe humanitaria", o "el día después"; pero también se le nota mucho la felicidad malévola que le produce el hallazgo de ciertas perlas de pura insensatez que saltando más allá del error se elevan a las estratosferas del puro disparate. Me imagino la sonrisa complacida que se dibujará en su cara cuando oiga una vez más decir a un político que hace falta que una situación dé un giro de trescientos sesenta grados, o a un locutor que tal candidato ha obtenido en las elecciones una victoria "sin paliativos", lo cual revela inopinadamente su cualidad inversa de catástrofe. Pepitas de oro llama él mismo con deleite goloso tales descubrimientos, que a veces encierran en un solo titular al mismo tiempo un resumen de la ignorancia nacional y la promesa de una historia cómica: "Un podólogo degolla a su empleada porque quería despedirse"; "el pueblo entero pasó por la Casa de la Cultura para recitar los versos de Platero y yo". Y continuamente juega, medio en broma, medio en serio, con las resonancias abiertas o implícitas a nuestra literatura clásica: el rastro de Cervantes es el más visible, pero de vez en cuando uno puede encontrar agudezas verbales que están entre el culteranismo y la greguería: si para Góngora una cueva es un "formidable bostezo de la roca", el islote de Perejil resulta ser para Lázaro un "modesto eructo del mar".

Y es que Lázaro Carreter pertenece a esa estirpe de escritores que teniendo toda la literatura en la memoria al mismo tiempo escuchan fascinados en los vicios del lenguaje la gran comedia de la tontería y la fragilidad humanas. Don Quijote siempre percibe agudamente y corrige, no sin impertinencia, los idiotismos de quienes hablan con él. Marcel Proust se deleita en registrar, con un oído que fue tan certero para las palabras como para la música, las muletillas pomposas del habla diplomática de M. de Norpois, que está hablando siempre del "Quai d'Orsay" y del "Gabinete de St. James", igual que aquí se habla de la "capital del Turia" o del "Gobierno galo". Galdós y Clarín retratan el quiero y no puedo y la santurronería de los burgueses de la Restauración a través de un catálogo prodigioso de errores pedantes o brutales, de frases hechas y de giros rutinarios que nos permiten reconocer tan exactamente a un personaje como si oyéramos su voz: a doña Lupe la de los Pavos, en Fortunata y Jacinta, una de las cosas que más le gustan en la vida es decir "en toda la extensión de la palabra", y el ascenso social del usurero Torquemada queda relatado mediante el registro de sus cambios de vocabulario.

Esa agudeza de oído y de ob-

servación social se trasluce en cada página de El dardo en la palabra. Si a Don Quijote, cuando se echa al campo, "el gozo le reventaba por las cinchas del caballo", a Lázaro Carreter le desborda la escritura el gusto de contar, y se le nota mucho que se recrea en la historia de cierto cura salmantino que conoció a Unamuno y que fue a un convento de monjas a investigar no sé qué trazas de santidad o de milagro, o en la broma acerca de ese personaje de edad avanzada que casi no duerme, que pasa las noches "de claro en claro" atento a las palabras de la radio, que curiosea los periódicos de papel y los periódicos intangibles del ciberespacio, que en cierto momento queda retratado con un chándal, contenido por su mujer cuando se dispone, animosa e insensatamente, a apuntarse a un curso de atletismo, o que enumera melancólicamente algunas de las tareas comunes a los caballeros de sus mismos años: "Jugar a la petanca, recordar la Guerra Civil, mirar a las muchachas en flor o en fruto con vagos recuerdos".

No hay gran articulismo sin la invención de un personaje implícito -el paleto desganado de Pla, el cosmopolita sin posibles de Camba, el dandi algo lumpen de Francisco Umbral en los años setenta- y en este segundo volumen de sus crónicas Fernando Lázaro Carreter ha terminado de dibujar el suyo. Uno admira su erudición rigurosa y su apasionada defensa de la claridad y de la inteligencia, pero sobre todo agradece el raro privilegio de abrir cualquier mañana el periódico y leer un artículo que empieza con las siguientes palabras: "Es casi seguro que, en la plaza, el torero y el toro enfocan la corrida de modo distinto".

Fernando Lázaro Carreter, escritor y miembro de la Real Academia Española desde 1972.
Fernando Lázaro Carreter, escritor y miembro de la Real Academia Española desde 1972.GORKA LEJARCEGI

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