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53º FESTIVAL DE BERLÍN

Chabrol y Chéreau presentan dos ejercicios de gran estilo

Pasada la ola de cine de relumbrón del comienzo de la Berlinale, desfilan ahora películas más humildes y menos noticiables, pero no peores. Si anteayer la española Isabel Coixet dio en Mi vida sin mí una lección de cine sentimental, ayer el francés Patrice Chéreau trajo un vigoroso ejercicio de realismo oscuro y pesimista, que complementa al magistral sarcasmo de su compatriota Claude Chabrol en La flor del mal.

En La flor del mal hay un delicado e inquietante perfume de malicia. El tortuoso, y cerrado a cal y canto, subsuelo biográfico y moral de una familia de la alta burguesía de Burdeos es el territorio que Claude Chabrol explora esta vez con el cuchillo de su mirada, con la que hurga y destripa sin piedad el lado oscuro de la sociedad en que vive. La lente de este cuchillo hiere sin crueldad, gracias al prodigioso empleo por Chabrol de la sugerencia, la elipsis y la doble lectura, que convierten el estilo de este eminente cineasta en uno de los más punzantes, lúcidos y refinados del cine europeo actual.

Introduce Chabrol en unos pocos días más de medio siglo de una vida familiar de las llamadas intachables, pero cuyo pulimento mundano se sostiene en algunas vergüenzas de alto calibre, escondidas en el gran armario de la casa. Se entrevén tales vergüenzas en los cínicos y divertidos roces metafóricos con lo incestuoso de sus personas más libres pero en el fondo más siniestras; y en la súbita apertura de la puerta del sótano donde se almacenan las basuras secretas de la familia por la abuela de la casa, una Suzanne Flon anciana que sigue siendo la elegante y maravillosa actriz que saltó a las pantallas del mundo en el viejo Mouline Rouge, de John Huston.

No es La flor del mal la obra cumbre de Chabrol. Es un trabajo lleno de coherencia, muy inteligente y tocado de humor y de sabiduría, pero tiene la pinta de una obra de tránsito y de descanso del cineasta en el incesante ascenso a que ha sometido últimamente a su obra. Están armados los ojos de Chabrol con una especie de rayos X, que le permiten entrometerse en las bambalinas secretas, e incluso inconfesables, de la sociedad que le rodea, en busca permanente de radicalidad y de despojamiento de adherencias ornamentales. Y esto no tiene precio en medio de las superficies en que se mueve el cine de ahora.

Algo de este emocionante despojamiento hay también en el estilo realista de Patrice Chéreau, que le lleva a conclusiones visuales duras de ver, pues rezuman pesimismo visceral, no deducido de un artificio intelectual de salón. Su hermano es una película que, a la manera sofocante y tenebrista de la magistral Intimidad, indaga en otra forma aún más absoluta de soledad que la derivada del sexo. Es la soledad que se vive dentro de los umbrales de la muerte, en el infierno hospitalario de una enfermedad terminal. Es un relato complejo y que no deja resquicio para el respiro, pues representa la agonía de un hermano en forma de espejo en el que no nos atrevemos a mirar lo que tiene de agonía propia.

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