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Tribuna:AMENAZA DE GUERRA
Tribuna
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Cultura de paz

"Ésta es, probablemente, la primera guerra que se ha emprendido no en nombre de los 'intereses nacionales' sino en nombre de principios y valores". Así expresaba V. Havel su conformidad con las operaciones bélicas en Kosovo, y lo hacía ante el Parlamento de Canadá, en Ottawa, el 29 de abril de 1999.

La pregunta, hoy, es si la siniestra opción estratégica de la "guerra preventiva" contra Irak se debe a los principios y valores, o a los intereses nacionales, u otros. La respuesta es que no se puede justificar un ataque en nombre de los valores o los principios, y sí en nombre de los intereses.

Desde Kant y su Paz perpetua, la nuestra es una cultura de la paz, al menos como aspiración permanente para resolver los conflictos, inevitables, de la especie. El recurso a la violencia, el último; y siempre al amparo de los principios, de los valores de una cultura de la paz que arranca del reconocimiento de la tríada revolucionaria, y permanente, de libertad, de solidaridad, y de igualdad. De respeto a la norma, como fuente de toda legitimidad.

"El modelo energético, incluso como botín de guerra, es la causa, y no los principios ni los valores"

Que Sadam Husein no comulga con estos principios es algo obvio. Tampoco lo hacían Franco, Salazar o los Coroneles griegos. Sus herederos aducen ahora cobardías democráticas que sus ancestros aplaudieron, aquí, en España, en burda manipulación de la historia que debiera avergonzarles, en especial cuando no hace tantos años, en el inicio de la transición democrática de nuestro país aprestaban argumentos, e incluso violencia, contra los valores y los principios de la Constitución de 1978.

Defender la cultura de la paz no significa compartir la tiranía. Implica, sobre todo, ser consecuente con aquello que defendimos, y que subrayaba Havel, en 1999. Que ningún tirano tiene derecho alguno a sojuzgar a su pueblo, que los pueblos tienen el derecho inalienable a ser libres, a establecer sus reglas de convivencia, y que ningún poder puede perseguir la diferencia. Que el derecho de las gentes permite el uso de la violencia para restablecer estos principios, como ocurrió en Bosnia en 1995 y en Kosovo en 1999.

Vayamos pues a los intereses. A los "nacionales", y a los otros. "Hace diez años Dick Cheney, entonces Secretario de Defensa -de los Estados Unidos-, y Paul Wolfowitz, su Subsecretario, comenzaron a urdir la doctrina de un mundo gobernado por Washington. Anthony Zinni, Jefe del Cuerpo de Marines, se encargó de diseñar los planes para el reparto de influencia en Asia Central, desde las antiguas repúblicas soviéticas a Afganistán: había que asegurar el control de reservas de gas y petróleo". Lo dicen analistas norteamericanos, que es la grandeza de aquella sociedad, como A. Lewis, o M.A. Weaver en la New York Review of Books , 7 de noviembre de 2002. Y con la misma áspera claridad, James Woolsey, ex Director de la CIA: "Tenemos que desmantelar el poder del arma petrolífera saudí" ( EL PAÍS, 3 de agosto de 2002).

Zinni, más tarde enviado de Bush II para el proceso de paz en Palestina, como recoge Lola Bañón en su excelente Palestinos, sólo reconocerá un error en sus trabajos, "no haber considerado a Pervez Mussarraf como nuestro hombre"... Con semejantes mimbres, ha salido la cesta que conocemos.

Y, ¿ son estos los intereses nacionales? ¿De los Estados Unidos? ¿De España, de Ud. y míos, de la Comunidad Valenciana? ¿Somos desleales todos, jóvenes americanos y viejos europeos? ¿Desleales a qué? Amplias capas de población norteamericana ya han contestado a la maniquea propuesta de su presidente, al anacrónico conmigo o contra mí, le han dicho "contra Ud., Sr. Presidente, y su política". El modelo energético, a corto plazo y de elevados beneficios, incluso como botín de guerra, es la causa, y no los principios ni los valores. Por ello, quienes hemos defendido el empleo de la fuerza, proporcionada; quienes defendemos la permanencia de las misiones de paz de las fuerzas armadas y de seguridad, para garantizar derechos humanos básicos, desde la vida a la garantía del respeto de las minorías, podemos decir ahora no a la guerra. Una guerra que, cuando se desencadene, acarreará mayores desgracias al pueblo que ya la sufre, a sus vecinos, a nosotros. Y que no garantizará, en absoluto, mayor seguridad ni en el teatro de operaciones, ni aquí, si es lo que se quiere invocar.

El coste de la guerra y las consecuencias económicas de la paz son elementos que incidirán sobre nuestro bienestar por supuesto, como ya advirtiera Keynes hace muchos años. La relación entre los pueblos, la estabilidad de los flujos económicos (por ejemplo, las exportaciones locales a Oriente Próximo) y humanos (las migraciones), son factores que parecen importar poco a los subalternos del nuevo emperador. Provincianos al cabo, se hallan contentos con vocear sus baladronadas de hidalgos pobres. Y desde luego desprecian, junto a la herencia ilustrada y democrática, los espacios de encuentro en el gran desafío de la construcción de Europa, esa política exterior y de seguridad comunes, a la vez que, desleales, inauguran una ruptura básica de las últimas décadas, el consenso sobre ambas materias que los gobiernos democráticos de nuestro país habían mimado como recurso fundamental de nuestra presencia exterior.

Lo que resulta más difícil, desde un punto de vista intelectual, es comprender la firma de Havel junto a la banda de los ocho, como se les comienza a tildar. Vidal Beneyto, en este mismo periódico, acaso acierta otra vez. En todo caso, estamos del lado de la cultura de la paz, que la guerra ni aun justificada se compadece con la cultura.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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