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¿Es posible otro mundo?

Joaquín Almunia

Porto Alegre (Brasil), mediodía del 26 de enero de 2003. El debate sobre las relaciones entre los movimientos sociales, los partidos y las instituciones políticas estaba finalizando cuando en las pantallas que flanqueaban el escenario del polideportivo Gigantinho se anunció una conexión en directo con Davos. Al percatarse de ello, los ponentes se retiraron discretamente y las miles de personas allí presentes fijamos la mirada en Lula, que se dirigía a la flor y nata del establishment en el Foro Económico Mundial. Gracias a la tecnología, los asistentes al Foro Social pudimos compartir en tiempo real ese instante. Dos días antes, Lula había explicado en el mitin multitudinario del anfiteatro de la Puesta del Sol para qué iba a Davos: "Quiero decir allá que no es aceptable un orden económico donde unos pocos pueden comer cinco veces al día y muchos se quedan sin comer (...). El mundo no necesita guerras, sino paz". Al ver que cumplía con su compromiso, los participantes en el Foro Social aplaudimos con ganas; lo mismo que hacían quienes le escuchaban en el Foro Económico. La ovación simultánea certificaba el protagonismo de Lula en ambos Foros, y también el puente que se puede empezar a tender entre ellos.

Un puente que hasta ahora no ha existido. Hace dos años, la primera convocatoria del Foro Social Mundial estuvo marcada por la denuncia sin paliativos del proceso de globalización. Encabezaron ese discurso los líderes de las movilizaciones iniciadas poco antes en Seattle, seguidos por una serie de movimientos sociales sin vinculaciones con la izquierda tradicional y por algunos intelectuales críticos con el sistema. En 2001 se acuñó la imagen de Porto Alegre como el anti-Davos, y del Foro Social, como una instancia opuesta a cualquier forma de globalización.

El año pasado ya se percibieron, sin embargo, algunos intentos de convertir esas denuncias en un discurso positivo, dirigido a humanizar la globalización mediante la construcción de un nuevo multilateralismo basado en sólidos valores éticos y dotado de cauces de participación democrática. Incluso empezaron a aparecer en los debates y movilizaciones del Foro Social, aunque a título personal, políticos y gobernantes pertenecientes a partidos socialdemócratas. Davos y Porto Alegre, aun sin dialogar entre sí, se miraron en 2002 con otros ojos y comenzó a hablarse de "la otra globalización".

Además de por su rechazo rotundo a la guerra, la tercera edición de Porto Alegre ha estado dominada este año por la victoria electoral del Partido de los Trabajadores en Brasil, lo que ha creado puntos de contacto entre las demandas del Foro Social y el ámbito político. Los anhelos expresados en el famoso eslogan "Otro mundo es posible" empezarán a hacerse realidad si el cambio prometido por Lula consigue abrirse paso, gracias a una combinación de voluntad política y realismo económico capaz de vencer las previsibles resistencias internas y, lo que es aún más importante, la hostilidad instintiva de los mercados y de los organismos financieros internacionales hacia un proyecto político de estas características.

La confianza en Lula se ha visto reforzada, de momento, por su presencia casi simultánea en ambos Foros. De cara a su gente, aunque el presidente brasileño ha despistado a unos pocos puristas yendo a Davos, ha demostrado con ello que la iniciativa ha dejado de estar en manos de los ideólogos del modelo neoliberal imperante. Quien marca ahora la agenda es Porto Alegre, y su mejor portavoz es el nuevo Gobierno de Brasil. Como dijo alguien durante los debates del Foro Social, en Davos se palpaba este año el pesimismo mientras que en la capital de Rio Grande do Sul se vivían momentos de esperanza. Y respecto del mundo de los negocios, me gustaría pensar que los miembros más inteligentes de la comunidad económica y financiera internacional desean que el modelo brasileño tenga éxito. Sus anteriores apuestas -el México de Salinas, las economías asiáticas, la Argentina de Menem y Cavallo entre otras- fracasaron de manera estrepitosa, y hoy nadie se atrevería ya a proponer como remedio universal el abanico de políticas del llamado Consenso de Washington. En cambio, si en torno a la experiencia brasileña se pudiesen diseñar los perfiles de un nuevo consenso alternativo que no necesite descalificar todas las orientaciones de su predecesor, todos ganaríamos en estabilidad.

El Brasil de Lula ya ha empezado a ejercer un liderazgo activo y a convertirse en un referente para el conjunto del continente latinoamericano. Y ello es positivo. Pero por su tamaño económico y su atractivo político debe convertirse además en un interlocutor privilegiado para establecer ese nuevo consenso a escala global, que no debiera limitarse a establecer un abanico de orientaciones de política económica, sino aspirar también a dar respuesta a lo que una colaboradora de Kofi Annan -la holandesa Eveline Herfkens- definió en Porto Alegre como los cuatro déficit de la globalización en su versión actual. A saber: un déficit de regulación para organizar el multilateralismo, especialmente en el área de los programas de carácter social; un déficit de democracia y de participación, bien visible en los grandes organismos económicos como el FMI, el Banco Mundial y la OMC; un déficit de coherencia, pues las instituciones internacionales no trabajan de forma coordinada, y, por supuesto, un déficit de financiación.

Por desgracia, el clima internacional que padecemos estos meses dificulta extraordinariamente cualquier avance en esta dirección. Bush padre manifestó en 1991, al finalizar la guerra del Golfo contra Sadam Husein, que había llegado la hora de abordar la construcción de un nuevo orden mundial; pero doce años después, otro Bush está a punto de imponer su visión belicista por encima de cualquier otra. Si ésta prevalece, no veo cómo van a poder asentarse, ni siquiera mantenerse, los puentes que se han empezado a tender entre Porto Alegre y Davos, tan necesarios para establecer un diálogo entre la sociedad civil que emerge a nivel global y los auténticos poderes de la globalización, entre quienes ejercen su liderazgo en los países emergentes y quienes gobiernan el mundo desarrollado. Sería una lástima que el aplauso simultáneo que recibió Lula el pasado 26 de enero no marque el comienzo de una nueva etapa en esa dirección.

En Porto Alegre he visto cómo el propio Lula; su ministro y principal colaborador José Dirceu; el presidente del PT, José Genoino; el senador Mercadante, y otros protagonistas del cambio en Brasil han dedicado tiempo, energía y recursos dialécticos para convencer a los más escépticos sobre la necesidad de impulsar medidas económicas realistas, de establecer alianzas políticas, de acomodar los ritmos de las reformas, de sentarse a dialogar con todos. En otros lugares, empezando por la Unión Europea, también serían necesarios programas políticos y líderes a la altura de las circunstancias del momento. Cuando un pequeño grupo de parlamentarios europeos y nacionales pertenecientes a partidos de la Internacional Socialista nos reunimos durante el Foro Social con algunos de esos dirigentes brasileños, no pude por menos de añorar los tiempos en que la imagen de aquélla aparecía ligada a nombres como los de Willy Brandt, Olof Palme y Bruno Kreisky. O la época, más cercana, en la que la idea de Europa se asociaba a las figuras de Mitterrand, Kohl, Delors y González. La experiencia de Lula invita al optimismo, pero las enormes expectativas que suscita merecerían una respuesta seria por parte de otros estadistas progresistas desde este lado del mundo.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE.

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