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Qué lástima no ser de la Vieja Europa

Tiene razón el secretario de Defensa Rumsfeld al decir que los países de la UE que no apoyan el ataque preventivo de EE UU son la vieja Europa. Claro que no es lo mismo viejo que anticuado. Pero antes de ir a eso pasemos lista. A juicio de Rumsfeld, los exponentes en la UE de la nueva Europa son cinco: Dinamarca, España, Italia, Portugal y Reino Unido. Son 10, por tanto, los que no han apoyado el ataque preventivo: Alemania, Austria, Bélgica, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Luxemburgo y Suecia. Vistas las alineaciones, lástima no ser de la segunda.

Existen algunos motivos para esta preferencia. La ONU elabora todos los años una clasificación mundial de acuerdo con su índice de desarrollo humano, que combina esperanza de vida, logros educativos e ingresos reales. Cinco de los 12 países mejor situados son de la UE: Suecia, Bélgica, Holanda, Finlandia y Francia, todos viejos. Del puesto 20 para abajo sólo están Italia, España, Grecia y Portugal, casi todos nuevos. Si este índice parece muy genérico, podemos mirar algo más específico, como la actividad innovadora. La UE ha informado hace poco sobre la demanda de patentes europeas en 2001, y los líderes europeos en patentes por habitante son Holanda, Suecia y Finlandia, y entre los grandes Alemania y Francia superan, con mucho, al resto. Estos ejemplos podrían multiplicarse. Desde luego, esto de la vieja Europa no está tan mal.

Además, viejo no es lo mismo que anticuado. Europa es un continente viejo que ha aprendido después de muchos traumas que la guerra es la peor -y más anticuada- vía para resolver conflictos. Sólo cuando se han agotado todas las posibilidades, no hay otra opción y se responde a una agresión previa tiene legitimidad el uso de la fuerza. Tras una primera mitad de siglo XX dramática, en la segunda mitad esta doctrina sustituyó a la del ataque preventivo. Una verdadera antigualla ésta, que ahora resucita Bush. Me parece oportuno señalar que EE UU ha tenido a veces un papel muy positivo, como cuando liberó a casi toda Europa occidental del fascismo o, más recientemente, cuando tuvo que encabezar la intervención en los Balcanes ante las carencias de la política europea de seguridad y defensa. Claro que también, como toda gran potencia, cometió errores y atrocidades; pero no es preciso repetirlos aquí, puesto que se mencionan con mucha mayor frecuencia.

En este contexto, la posición del Reino Unido deteriora la de la UE, aunque no deja de ser coherente con su trayectoria de aliado preferente de EE UU. Pero, ¿qué lleva a Aznar a situar a España donde nunca había estado: el apoyo al ataque preventivo y unilateral? Sin duda, cree que esto puede beneficiar a la lucha antiterrorista (aunque cuidado con distanciarse de Francia), pero no me parece suficiente explicación para tan gran cambio de política exterior. Comparto la idea de Antón Costas cuando afirma que Aznar es un moralista. Los moralistas tienen tanta certeza en sus convicciones que consideran su deber lograr que los demás, por su propio bien, las compartan.

Aznar dio buena muestra de esto cuando, a las primeras de cambio, atribuyó antiamericanismo infantil a quienes se oponen a su posición. Es verdad que la izquierda española acumuló motivos para la animadversión a Estados Unidos. Al fin, España no fue liberada del fascismo, y aún en 1981 EE UU evitó condenar el golpe de Estado del 23-F calificándolo como un asunto interno español. Pero el franquismo también acumuló animadversión contra esa gran potencia que derrotó al fascismo alemán e italiano, aliados de Franco. Añádase que, más allá del trato de intereses mutuos, EE UU era el modelo mundial de democracia liberal, que el régimen franquista quizá detestaba menos que al comunismo, pero temía más por su capacidad de contagio.

Aznar vivió el franquismo sociológico. Basta recordar sus artículos en la prensa riojana de finales de la década de 1970, donde calificaba la Constitución como charlotada, literalmente. Por tanto, quizá participó de ese sentimiento tan antianglosajón del franquismo. Ahora es posible que, superado su antiamericanismo juvenil, quiera redimirnos a los demás de ese pecado que muchos no hemos cometido. A quienes sentimos no sólo respeto sino un punto de atracción por Estados Unidos, no nos produce ningún complejo disentir de la política de su Gobierno. Como hacen muchos estadounidenses. Quizá Aznar lo malinterpreta y evoca en esto sus propios pecadillos de juventud. ¿No estará Aznar, con su adhesión incondicional, redimiéndose a sí mismo cuando cree que nos redime a otros? Ya lo ha hecho en otros ámbitos: Aznar insiste ahora en erigirse en cancerbero fundamentalista de la Constitución, tirándola a veces a la cabeza de quienes ya la apoyaron desde la primera hora, cuando él le profesaba tan poco afecto. Ya saben; es la fe del converso.

Esto es muy propio del tipo de político moralista, gente de convicciones muy firmes, tanto antes de cambiarlas como después de haberlas cambiado. Porque esto del moralismo es muy subjetivo, y depende de cada cual. Por eso, me explica una experta en Derecho Internacional, las relaciones internacionales basadas en el principio de la moralidad son una antigualla del siglo XIX, de cuando la Santa Alianza defensora del antiguo régimen, y el siglo XX ha avanzado intentando asentar y extender el principio de legalidad internacional. Claro que, al paso que vamos, igual lo antiguo vuelve. Pues eso, mejor viejo que anticuado.

Germà Bel es profesor de Política económica en la UB y diputado del PSC.

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