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El dilema europeo: sumisión o fractura

Ha durado tiempo el silencio que hemos mantenido los europeos sobre las reacciones de Estados Unidos a la construcción europea. Durante decenios no resultaba de buen gusto manifestar la evidencia de que en la Europa de la postguerra la mayor parte de las políticas de integración estaban dirigidas -algunas, es cierto, sólo toleradas- por la potencia hegemónica. En los cincuenta y los sesenta, los años duros de la confrontación con la Unión Soviética, la Comunidad Europea significaba con sus buenos resultados económicos una garantía contra cualquier forma de subversión interna, así como la OTAN cumplía la misma función respecto a una posible agresión externa. Las indudables conexiones entre ambas organizaciones tampoco han estado en el punto de mira de la opinión pública. Insistir en que construíamos Europa por iniciativa y con el apoyo de Estados Unidos no sólo hubiera supuesto repetir el discurso de los comunistas, enemigos acérrimos de la integración, sino sobre todo cercenar la esperanza de que un día el proceso de integración nos colocaría a la altura de la primera potencia mundial, expectativa que contribuía a diluir los restos de un nacionalismo todavía vigoroso, sobre todo en Francia. En el fondo de los europeos latía, y puede que siga latiendo, la ambición de llegar un día a ser fieles aliados de Estados Unidos, pero en un plano de igualdad, que es el único que no tolera el líder que exige siempre que se respeten los rangos. Si nos unimos, seremos tan fuertes como el jefe; es el pecado de Luzbel que Dios no perdona.

Las cosas han cambiado desde el desplome de la Unión Soviética, sobre todo porque aceleró la llegada del euro. Una Alemania unida que ha recuperado la plena soberanía puso en cuestión el antiguo equilibrio entre los dos socios fundadores. A cambio Francia exigió que su vecino sacrificase el marco, hasta entonces la verdadera divisa europea. La forma como Estados Unidos recibió el euro queda bien patente en la inmensa bibliografía que sobre la imposibilidad de que funcionase una moneda común en economías tan divergentes apareció con la firma de los más ilustres economistas norteamericanos. Si en los sesenta, sin el apoyo norteamericano, Europa no hubiera podido dar el menor paso hacia su integración, en los noventa Estados Unidos se pregunta si debe seguir empujando. Cierto que no cabe dar marcha atrás y volver a la Europa caduca de los Estados nacionales, pero sí reconducir el proceso de modo que a la larga Europa no resulte una competidora; no ya en lo económico, que con las enormes inversiones norteamericanas en Europa y europeas en Estados Unidos no es malo para ninguno de los dos, sino en el ámbito financiero -el euro, ¿se consolidará como una moneda de reserva que compite con el dólar?- y sobre todo político, de modo que haya que negociar con los aliados europeos cada una de las intervenciones que resulten necesarias en un mundo globalizado.

El tabú en torno a las cada vez más difíciles relaciones de Estados Unidos con la Europa unida se rompe tras el ataque terrorista del 11 de septiembre. Estados Unidos ignora por completo tanto a la UE como a la OTAN, y para la campaña en Afganistán, como aliados privilegiados, elige entre los europeos al Reino Unido, Francia y Alemania, con rabia de los demás socios de la Unión, aunque sean los Gobiernos italiano y español los que menos lo disimulan. La fragilidad de la UE proviene de que para cualquier Estado comunitario las relaciones bilaterales con Estados Unidos son mucho más importantes que las que mantiene con la Unión o con los demás socios.

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Un efecto colateral de la planeada guerra contra Irak ha sido aniquilar los primeros balbuceos de una política exterior europea común, que Maastricht había declarado indispensable para fortalecer la divisa común. Si hay guerra en Irak, y cada día que pasa parece más seguro, sólo cabe una posibilidad de que Europa mantenga una sola voz, y es que los Quince hayan aprendido la lección de que una política exterior y de seguridad comunes sólo es posible si cuenta con el apoyo de Estados Unidos en los términos que dicte. Los europeos estamos abocados a un dilema trágico: ruptura o sumisión. Entre ambos riesgos habrá que seguir brujuleando.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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