Hingis tira la raqueta
La ex 'número uno' del tenis mundial, lesionada, dice que no tiene ánimos para volver al circuito
La suya no ha sido una despedida formal. Tal vez la hará más adelante. Por el momento, Martina Hingis, uno de los últimos prodigios del tenis femenino, anunció en una amplia entrevista en el diario deportivo francés L'Equipe que no piensa volver al circuito. Es una forma peculiar de decir adiós. Porque todo el mundo está convencido de que la jugadora suiza, lesionada, no regresará a la competición a pesar de tener sólo 22 años: ni cuenta con el juego adecuado para recuperar el liderato mundial ni con los ánimos indispensables para acometer tal hazaña. Y de segundona no juega.
"Ahora mismo", asegura Hingis en el mencionado rotativo, "mi regreso a la competición es inimaginable. No tengo planes de volver". Y agrega: "He sido la número uno y sé exactamente lo que se requiere para volver a serlo. Creo que no estoy ahora capacitada para ello. Pero no puedo contentarme con menos. Soy feliz. Tengo una vida muy llena fuera del tenis. Tengo dinero, un caballo... ¿Qué más puedo pedir? Por ahora no voy a volver a las pistas de ningún modo. Esto es seguro y definitivo".
Sin embargo, Octagon, la empresa que la representa, se negó ayer a aceptar esta evidencia y comunicó al WTA Tour que su retirada no es definitiva. "Puede volver", dijeron en un tono ya desesperado. Nadie se lo cree.
Hace ya un par de años que Hingis está hablando de despedida. En octubre de 2001 fue operada por primera vez del tobillo derecho y comenzó a especularse con que su lesión era tan seria como para abandonar el deporte. Pero los rumores más insistentes aparecieron en mayo del año pasado, cuando debió pasar de nuevo por el quirófano para reparar los ligamentos del mismo tobillo. Es una operación que debe ir repitiendo de forma regular.
Físicamente, no está bien. Pero éste es un problema similar al que arrastra el australiano Mark Philippoussis, que se niega a retirarse. La cuestión para Hingis es además psicológica. En 1997 explotó en el circuito como una auténtica bomba después de varios cursos de escarceos. No había cumplido aún los 17 años cuando en enero se convirtió en la campeona más joven de un torneo del Grand Slam y, poco después, en la número uno más precoz de la historia. Aquel año ganó el Open de Australia, Wimbledon y el Open de Estados Unidos y se encalló en la final de Roland Garros, en la que perdió sorprendentemente ante la croata Iva Majoli.
Todavía ganaría el Abierto australiano otras dos veces consecutivas, pero su nombre no figuró más. Disputó otras seis finales del Grand Slam, la última en 2002 en Melbourne, y ganó su último gran título en el Masters en 2000. Pero la número uno indiscutible entre 1997 y 2000 fue cediendo terreno en todos los sentidos: apeada de los grandes títulos y del liderato mundial por la nueva generación, que la iba apartando a raquetazos.
"Debo mejorar mis golpes, coger más fuerza, jugar con más velocidad...", decía. Y trabajó en un gimnasio haciendo pesas, intentando desarrollar un cuerpo que ya no daba para más. Lo suyo era la inteligencia, la clase. Pero con esto solo no podía sobrevivir en un circuito invadido por la fuerza bruta. Y su estrella se fue apagando, diluida entre las hermanas Williams, Davenport, Clijsters, Henin y el carisma de Kurnikova. Sus armas se hicieron inservibles. Y, aunque le costó, acabó por aceptarlo.
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