El día de 'El Rifle'
Llegó a Riazor y siguió escrupulosamente cada una de las rutinas de la competición: vistió el uniforme prestado del Mallorca, calzó sus botas anatómicas, comprobó el calibre de los tacos, saludó reservadamente a sus antiguos camaradas del Depor, comprobó el tacto de la hierba, recorrió la grada en un vistazo, ocupó su puesto, encajó las mandíbulas y esperó la ocasión. Llegado el momento, disparó dos veces y marcó dos goles.
Así, frío, seco y preciso, era Walter Rifle Pandiani, y así se demostraba de nuevo que su verdadero problema consistía en un desgraciado efecto óptico: su juego y su figura carecían de reflejos; siempre parecía el futbolista invisible. Su único indicio de peligrosidad era el destello azul cobalto que su mirada despedía en la boca de gol.
Quizá por ello pertenecía, como Santiago Solari o Mauro Silva, a la clase media del fútbol internacional, un estrato del que forman parte valiosos profesionales, sólo dueños de su musculatura y de su oficio, que buscan desesperadamente un lugar bajo los focos. Todos viven en el segundo peldaño de la escalera de la fama. Forzados a alternar con los ídolos oficiales, con esos seres capaces de sudar brillantina cuando los demás sudan sangre, llegan a sus nuevos clubes por la puerta de servicio y se limitan a pedir un mono y una caja de herramientas. Puesto que nadie los considera valores universales, en principio son simples forasteros, inmigrantes con papeles, la dura competencia de las promesas locales. Para ser admitidos en la familia deben hacer una permanente exhibición de lealtad, de eficacia y de paciencia, y a pesar de todo pueden terminar siendo moneda de cambio en cualquier fichaje de temporada.
En Walter Pandiani hay, sin embargo, algunos favorables signos de predestinación. Procede de la factoría uruguaya, un complejo industrial con un sólido prestigio: mientras otros exportan clase, los uruguayos exportan garra. Es, pues, uno de los nietos póstumos de Obdulio Varela, campeón del mundo, inspirador del maracanazo y patrón de un estilo sólo transferible por vía genética. Como sus mejores colegas, Walter se distingue por un compromiso: es capaz de dar un brazo por un balón de gol, y el otro, por el gol mismo.
En Riazor, nadie le vio festejar el triunfo. No pidió cuentas ni mostró emociones: se comportó con la frialdad metálica de un pistolero a sueldo. Satisfecho el encargo, volvió al protocolo. Saludó a la grada con un medido gesto de cortesía, entregó la camiseta, cumplimentó al entrenador, bajó la cabeza, apretó el paso y se fue en silencio por el túnel de vestuarios. Pasó como una bala.
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