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Reportaje:LECTURAS PARA UNA GUERRA

Incursión en lo siniestro

Josep Ramoneda

Lo siento mucho, tengo que matarte". Con esta frase del artista Marc Bijl, empieza la exposición Arte y Guerra, en Graz, capital cultural europea 2003. La sórdida humanidad de la guerra. La tremenda frialdad de los que deciden. Las bombas con una mano, la ayuda humanitaria con otra. El cinismo de la voluntad de poder. En la exposición hay un vídeo de Heimo Zobernig en el que se ve un francotirador en acción. La cámara está situada dentro de la habitación en que está apostado, de modo que nunca se ve el objetivo hacia el que apunta. Con mecánica naturalidad, el francotirador repite los mismos gestos: cargar, esperar, disparar, volver a cargar, volver a esperar, volver a disparar. La escena parece intrascendente, sólo que al final de cada disparo hay una vida. Es decir, un mundo que se hunde. Me he acordado de la historia de un joven francés de poco más de dieciocho años, que se alistó con las fuerzas de la ONU en Bosnia y fuera del horario laboral ejercía por cuenta propia como francotirador contra los serbios. Después volvió a su barrio en los suburbios de París, donde reparte su tiempo entre el mimoso cuidado de unos peces rojos que tiene en su casa y el empleo de sicario. Todo ello sin pasión alguna, sin causa manifiesta, sin emoción especial. Anri Sala, el cineasta albanés, ha hecho un corto -Nocturno- sobre este personaje.

La tremenda frialdad de los que deciden. Las bombas, con una mano; la ayuda humanitaria, con otra. El cinismo de la voluntad de poder

Esta incursión en lo siniestro de la condición humana articula la primera parte de la exposición de Graz: violencia doméstica, violencia callejera, violencia social, violencia sexual, violencia ideológica, las bases de la guerra están incorporadas en la bestia misma. Las fotografías de James Nachtwey, presentadas bajo el título de La pasión del islam, son las que más profundamente captan el retrato del hombre en guerra. La exposición se extiende sobre la destrucción física y moral que la guerra provoca hasta meterse en el interior de los hogares alejados del campo de batalla como muestran los trabajos de Martha Rossler, a propósito de la guerra de Vietnam.

La guerra cambia, pero la guerra sigue. La guerras se privatizan, insisten los especialistas. Sobre todo se privatizan las víctimas: cada vez mueren menos militares y más civiles. Sobre todo se privatizan las guerras clandestinas, las que durante años y años se desarrollan fuera de la atención de las cámaras de televisión, hasta cronificarse: por ejemplo, en el Congo o en Sierra Leona, donde confluyen las milicias regulares, los mercenarios, los paramilitares al servicio de compañías multinacionales y las bandas organizadas de los señores de la guerra.

La guerra cambia y la irrupción

del terrorismo se utiliza como indicador de una nueva era de conflictos desde que los comandos suicidas atacaron el corazón de Estados Unidos. Estamos ante lo que Ulrich Beck llama "una discrepancia entre lenguaje y realidad", que el poder estadounidense resuelve con la amalgama, que es el método con el que se ha construido la ideología de apoyo a la lucha antiterrorista: todas las formas de violencia contra el statu quo metidas en el mismo saco. Como si Al Qaeda y Sadam, ETA y Corea, o las FARC y los tamiles fueran la misma cosa. Afortunadamente, de Ignatieff a Mazrui, son muchos los analistas que incorporan la complejidad que el discurso del "eje del Mal" niega.

La guerra cambia, pero Estados Unidos se apresta a llevar a cabo una guerra de lo más convencional contra Irak. Estado contra Estado, según los principios de la guerra clásica. No está claro qué es lo que más pesa en esta opción estratégica estadounidense: la impotencia para afrontar el terrorismo con medios adecuados a la amenaza, la necesidad de disipar el desconcierto que genera la amenaza de un monstruo cuya cabeza se intentó cortar en Afganistán y cuya capacidad real de regeneración se desconoce, o la ansiedad de demostrar que en el mundo hay un solo poder verdadero. Es, sin embargo, opinión generalizada que la lucha antiterrorista requiere otros procedimientos. Michael Howard lo ha explicado en "¿Qué hay en un nombre?", un artículo publicado recientemente en Foreign Affairs. La lucha antiterrorista tiene una triple dimensión policial, política e ideológica, que no se resuelve por la vía de la guerra convencional, porque el problema está en otra parte: "En los Estados islámicos en que los gobiernos modernizadores están amenazados por una reacción tradicionalista: Turquía, Egipto y Pakistán, para nombrar sólo los más obvios" y también "las calles de las ciudades multiculturales de Occidente".

La guerra es en el mundo una actividad cotidiana que mata a centenares de miles de personas cada año. Estos días se habla de guerra, porque Bush ha decidido meter a Occidente en ella. Es una guerra preventiva, se dice. De momento, no consta que Irak tenga intención de atacar a Occidente. La pregunta es muy simple, pero ninguno de los promotores de la guerra la ha contestado con argumentación suficiente: ¿el mal que con esta guerra se quiere evitar es objetivamente superior a los males que provocará?

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