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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

João César Monteiro, director de cine

Vicente Molina Foix

VICENTE MOLINA FOIX

Los españoles aficionados al cine no podrán llorar la muerte de João César Monteiro. No lo conocen. Conocen a lo sumo a Manoel de Oliveira, y sólo por su extraordinaria y fértil longevidad (tiene otra película en marcha a sus 95 años), pues nuestros distribuidores tardaron casi cincuenta años en descubrirle y presentarlo con cierta regularidad en nuestras pantallas. A Monteiro, que acaba de morir recién cumplidos los 64, le ha faltado paciencia para pasar la frontera, la insalvable frontera que separa escandalosamente el cine portugués de los cines españoles.

Hace algo más de un año estuvo a punto. Un día recibí la llamada de un amable distribuidor que, yendo a presentar, si no recuerdo mal en una sesión previa al estreno comercial, su película Branca de Neve (Blancanieves), me proponía un diálogo público con el director, en razón de un artículo que yo había publicado en EL PAÍS (Siempre nos queda Portugal, 17-11-2000) lamentando el desconocimiento y recelo mutuo de las dos culturas vecinas, especialmente acentuado en el terreno cinematográfico. Desde que descubrí a Monteiro en Le Latina, el benemérito cine del Marais parisino especializado en la programación luso-hispánica, he sido un admirador suyo, aunque no conviene olvidar, y también a ello hacía referencia en mi artículo, que en España tampoco suelen estrenarse las películas de Paulo Rocha, Teresa Villaverde o João Botelho, cineastas en plena madurez y muy reconocidos internacionalmente.

Pero Monteiro no vino, y el acto se canceló, así como el estreno. Alguien insinuó que la razón era la tormenta de oprobio levantada en su propio país por la película (una adaptación del extraordinario drama en verso de Robert Walser, aquí traducido por Icaria, en la que casi toda la imagen es en negro sobre fondo dialogado). Sin embargo, desde Portugal llegaban inquietantes noticias sobre la salud del director, que el formidable Paulo Branco, productor y gran defensor de Blancanieves, no quiso agravar en un encuentro posterior en Madrid, haciendo mención al talante indomable y titánico de su amigo. De hecho se sabe que, en medio del tratamiento anticancerígeno, Monteiro ha podido rodar y montar el que será su largometraje póstumo, Va i vem.

Más que un director de cine, Monteiro era una personalidad artística de relieve difuso y alta definición. Poeta él mismo y amigo de escritores (hizo su debut cinematográfico, en 1968, con un documental sobre la excelente poetisa Sophia de Mello Breyner Andresen), fue autor de más veinte títulos entre cortos y largometrajes, y autor en el más amplio -yo diría que narcisista- sentido de la palabra, puesto que, aparte de escribir también los guiones, él mismo era el protagonista principal, descarado y omnipresente. De haber sido un hombre más guapo su vocación era la de mattatore al estilo Gassman, pero con su físico esmirriado, sus pequeños ojos de duende, su cabeza despoblada, su cigarrillo permanentemente colgado de la boca, su voz burlona, tenía más -sin salir de Italia- de Carmelo Bene (otro genio del cine y el teatro muerto, también joven, no hace mucho) o de Nanni Moretti. Y de Woody Allen, claro, con quien compartía el gusto de las citas cultas, las bellas mujeres (siempre rendidas a sus pies) y la autoflagelación irónica, aunque su sentido de la comedia es mucho más radical que el del actor / director norteamericano.

A mí me deslumbró con Recordações da Casa Amarela (Recuerdos de la casa amarilla, 1989), pero creo que sus obras maestras son A Comédia de Deus (1995) y As Bodas de Deus (1999), que se pudo ver en Madrid en octubre del 2002, dentro de unas jornadas de arte y cultura portugueses. En esos dos soliloquios cinematográficos el genio de lo desaforado se muestra en todo su (incorrecto) esplendor: payaso que a veces puede recordar a Benigni y hasta a Jerry Lewis, dadaísta exasperante, imprecador como un Céline sin connotaciones políticas, Monteiro supo hacer una escritura automática del yo en un mundo, el del cine, que favorece la más vulgar mecánica de lo común.

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