Síntomas, síntomas
¿Por qué debe dimitir Marisa Paredes, presidenta de la Academia de Cine? Acaso sea porque no suspendió el acto de entrega de los premios Goya en cuanto el primer galardonado soltó su soflama contra la guerra -¿se lo imaginan?-. O tal vez deba hacerlo porque la ceremonia fue un fiasco y es a ella a quien le corresponde asumir las responsabilidades en un país en el que nadie las asume -¿se acuerdan de Pilar Miró y su vestidito?-. Frágil mundo el del cine, sobre todo cuando las divas, ellas, asumen responsabilidades. Aunque me pregunto si no será que se necesita una cabeza de turco para recomponer las relaciones entre las finanzas del cine y un Gobierno profundamente herido por cuatro faranduleros que hicieron lo que es lícito, y justo y necesario, esperar de ellos. Se desmelenaron en un país que es cada año más sombrío, más triste, más autoritario, más de sacristía. ¿Será posible que el presidente de los productores de cine haya pedido la dimisión de Marisa Paredes porque teme represalias por parte del Gobierno, ahora que negocia con éste nuevas fuentes de financiación para el cine? Espero que esta sospecha sea infundada, pues en caso de no serlo revelaría el miedo que empieza a cundir ante toda manifestación crítica, así como la confusión cada vez más manifiesta entre interés social y sumisión clientelar.
Una confusión que hemos solido denunciar con frecuencia en Euskadi. Por cierto, ¿es la política del nacionalismo vasco un ejemplo -malo, por supuesto- de la parcelación multiculturalista? No lo creo. Los nacionalistas no están por la defensa de espacios culturales acotados, considerados como sujetos de derechos y que también yo considero nefastos. No lo están, al menos, en su territorio. Otra cosa es que consideren a éste y a sus moradores un sujeto colectivo, es decir, una nación supuestamente soberana en paridad con otros sujetos de la misma índole. Y no practican la segregación multiculturalista sencillamente porque para ellos no hay tal multi. El problema del nacionalismo vasco no es tanto cultural como político. ¡Afíliense todos a un partido nacionalista y se acabó la cuestión! Yo mismo dudo de que en Euskadi haya hoy más de una cultura, en el sentido en que puedo afirmar lo mismo a propósito de España o de Francia. Hay, sí, un problema irresuelto, o mal resuelto, con el euskera, fuente de privilegios clientelares y gran pretexto para fundar una política de hegemonía. Porque ese es el punto clave: no la discriminación multiculturalista, sino un enorme recelo ante un pluralismo político que pueda poner en riesgo la hegemonía nacionalista.
Vaya como muestra de lo que digo la iniciativa de los nacionalistas vascos para modificar el mapa electoral de Alava y de Vizcaya. Ya es discutible ese empeño por dar a las comarcas una representatividad que desvirtúe la de los ciudadanos. Pero más que discutible, lo que resulta una desfachatez es la instrumentalización del sistema electoral en función de los intereses inmediatos. Se trata de no perder Alava para el nacionalismo, sobre todo con vistas al futuro referéndum que ha anunciado el lehendakari. Hacen para ello las cuentas de la vieja, quito de aquí y pongo allá, y se quedan tan anchos, sin sacar de ahí conclusiones sobre la fragilidad extrema en que se sustenta todo su proyecto soberanista. Ya lo fortalecerán con intimidaciones, prebendas y nuevas cuentas de la vieja, a menos que la población muestre de una vez su hartazgo y una pandilla de titiriteros les diga: ¡hagan mutis!
Y tercer síntoma sobre la debilidad de nuestras libertades: Javier Marías. El escritor madrileño ha dejado de colaborar en el medio en que lo hacía habitualmente porque le censuraron un artículo y no se lo publicaron. Tema del artículo: la Iglesia española, una crítica en mi opinión nada irreverente. Javier Marías no es ningún pelanas, sino uno de los mejores novelistas españoles. Lo sorprendente es que nadie haya comentado su caso y que haya que recurrir a Internet para conocer el artículo y la versión que ofrece de los hechos el propio Marías en su página web. ¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Max! ¿Se atreverá alguien a pedir la dimisión del presidente de la Conferencia Episcopal si algún día se pronuncia contra la guerra? Si eso ocurre, será un indicio de que los obispos han ascendido a la condición de cómicos de la legua, titiriteros, reyes de la farándula, literatos con casta, y la Iglesia nos resultará entonces más simpática. Así sea.
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