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La guerra y la paz

Será mejor que empiece por confesarlo sin ambages: la eventualidad de un ataque militar contra Irak me tiene sumido en un estado de aguda esquizofrenia. Si pienso en algunos de los más conspicuos belicistas -del tipo de George W. Bush o José María Aznar-, entonces la hipótesis de la guerra se me antoja aborrecible y nefasta; en cambio, cuando evoco a determinados antibelicistas -y subrayo el determinados-, en ese caso me asaltan las dudas, y empiezo a considerar que tal vez la guerra sea inevitable, o incluso necesaria. Este último síndrome me aqueja, por ejemplo, cuando veo a ese encantador imam de una mezquita londinense, el de la mirada tuerta y los dos garfios en lugar de manos, tan refractario él hacia Occidente y sus guerras; o, toutes distances gardées, cuando leo (EL PAÍS, 27 de enero) al magistrado Baltasar Garzón que, cual hispano Supermán, no sólo es capaz de instruir media docena de los sumarios más complejos en los anales de la judicatura española, de impartir justicia histórica sobre ambas Américas (Pinochet, la dictadura argentina, la Operación Cóndor, Kissinger...) y de polemizar epistolarmente con el subcomandante Marcos, sino que encima aún le queda tiempo para sentar cátedra de política internacional; o también cuando sé de esos beneméritos escudos humanos que viajarán a Bagdad a hacer de comparsas de la propaganda iraquí en nombre de la "solidaridad con la causa árabe". ¿Causa árabe? ¿Cuál de ellas? ¿La de los saharauis expoliados o la de los marroquíes expoliadores? ¿La de los jeques saudíes o la de los parados egipcios? ¿La de los palestinos oprimidos o la de los déspotas regionales que llevan medio siglo utilizándolos y manipulándolos a discreción?

Debo advertir también que el pacifismo genérico y a ultranza, ese que reclama abolir los ejércitos y convertir las armas en chatarra me parece, en el mejor de los casos, un cándido escapismo desconocedor de la naturaleza humana y del desarrollo de la historia. Ignoro si hay guerras justas e injustas, porque ello remite a unas categorías éticas o religiosas sobre las que no tengo jurisdicción alguna. Pero sé que ha habido guerras legítimas y necesarias; que -le robo la metáfora a un periodista amigo- había que estar con Churchill cuando éste proclamaba, en 1940, "seguiremos luchando hasta el fin", y con De Gaulle cuatro años después, en la liberación de París, y con las tropas de la KFOR en Kosovo en 1999, por poner sólo unos ejemplos fáciles.

Pero no se inquieten: no estoy haciendo ninguna asimilación mecánica entre esos conflictos del pasado y la actual crisis iraquí. Lo que sí digo, después de contemplar el tratamiento de los medios españoles y catalanes acerca de dicho contencioso, es que el espíritu crítico e indagatorio -tanto en la información como en la opinión- se están proyectando de un modo muy desigual, muy asimétrico entre los distintos focos de la confrontación.

Me explicaré. Hace meses que conocemos al detalle -y lo celebro, porque es algo relevante- las conexiones del presidente Bush y del núcleo duro de su administración (Dick Cheney, Condoleezza Rice, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz...) con el lobby petrolero, con las industrias de armamento, con los reductos ideológicos de la derecha cristiana..., incluso hay quien ha hecho asomar el socorrido fantasma del judío; sin embargo, ¿qué hay de la camarilla dirigente de Bagdad, del papel de los hijos de Sadam, del incombustible Tarek Aziz? ¿Cuáles son los intereses y las ideas que cohesionan a ese grupo y lo aferran al poder desde hace décadas? Sabemos de los terribles estragos que el embargo ha causado entre la población civil iraquí, pero ¿cuál ha sido la suerte económica de la cúpula del régimen, de los jerarcas del Baas, del clan de Takrit? ¿A quién beneficia el pingüe contrabando petrolero a través de Jordania? Tenemos puntual noticia sobre cómo crecen los presupuestos del Pentágono, y hemos podido leer crónicas desde el centro de detención de Guantánamo; nadie ha explicado, en cambio, cuál es el porcentaje real de los gastos militares y policiales iraquíes respecto de los sanitarios o educativos, ni cómo funciona en sus distintos niveles la temible máquina represiva de Sadam Husein, que fue capaz de liquidar incluso a sus yernos, ni de qué modo distribuye Bagdad las subvenciones a las familias de los terroristas suicidas palestinos.

Sí, ya comprendo que obtener esas respuestas debe ser complicado, pero ¿no habría al menos que plantearse las preguntas, y avanzar hipótesis? Además, ejercer el espíritu crítico no siempre es tan dificil; todos nos hemos regodeado mil veces a cuenta de la incapacidad de Bush el Joven para comer galletas y ver la televisión al mismo tiempo, pero el pasado día 28 este mismo diario publicaba un chiste formidable sobre la crisis, y nadie reparó en él ni le sacó punta. En Saná (Yemen) los manifestantes contra la guerra portaban una pancarta con el texto: "No al cambio de régimen por la fuerza"; esto en Yemen, donde todos los regímenes de su historia moderna se han impuesto y han caído a tiro limpio, y a propósito de Irak, donde el mecanismo sucesorio habitual es el magnicidio. ¡Ni Groucho Marx lo hubiese superado!

No sé, tal vez haya quien crea que prestar también atención a estos otros factores supone hacerle el juego a la pandilla guerrera instalada en la Casa Blanca, o pasar por un paniaguado de la CIA, o engordar el clima belicista que caldean los Aznares y Berlusconis. Son percepciones respetables, pero no las comparto. Al contrario: opino que el rechazo a la probable futura guerra sería más solvente, más creíble, incluso más honesto si, además de subrayar lo que de inconfesable oculta Washington para desencadenarla, enfatizase lo que de inconfesable impide a Bagdad evitarla.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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