Santo rico, santa pobre
En más de una ocasión han llegado a esta columna las pulsiones mortuorias de Sevilla, incomprensibles a primera vista, como casi todo en esta ciudad dual. Dual como si la recorriera de arriba abajo una grieta tectónica, con amenaza permanente de esquizofrenia colectiva. Seguramente ocurre que las tendencias festeras, por excesivas, son compensadas con ese afloramiento imprevisible de ritos funerarios.
Ahora ha sido el arzobispo de Sevilla, monseñor Amigo, quien ha puesto la nota lúgubre, con su extravagante idea de sacar en procesión el cuerpo incorrupto de Sor Ángela de la Cruz en la urna del Santo Entierro. Desconcierto general. Ni los más acérrimos del hispalensismo se atreven a secundar al prelado. Un prelado que tampoco deja de sorprender, como alcanzado de lleno por la profunda dualidad del espíritu sevillano. Lo mismo un día apoya la huelga general, que otro defiende sin recato al cura Castillejo, o se deja caer con estas exequias procesionales. Señal de que continúa fuera de juego en la política de la Iglesia española, que ha puesto rumbo fijo a los intereses del Opus y de Evita Botella, y no se hable más.
Pero hablando del Opus y de la buena de Sor Ángela, resulta irresistible asimismo la tentación comparativa. (Lástima no ser pecador de oficio para sentirse arrastrado por ésta que les voy a exponer). Con seis meses de diferencia, Woytila va a elevar a los altares a dos personajes tan contrapuestos, que no es posible ignorar un propósito compensatorio. El pasado 6 de octubre catapultó a los cielos, por el procedimiento de la turbosantidad -en feliz expresión de Jesús Ynfante-, a Escrivá de Balaguer, aquel curita misógino, caudillista y acomplejado, que se compró en vida un título nobiliario y que ha acabado siendo, en consecuencia, el santo de los ricos. El próximo 4 de abril, en cambio, será canonizada definitivamente la que fue una especie de Teresa de Calcuta a la sevillana. Digo definitivamente, porque hace tiempo que lo fue en el corazón de muchas gentes humildes de esta ciudad. Y aunque no soy versado en estas materias, creo que de allí no deberían sacarla, y menos para curar al Vaticano del despropósito opusino. Y menos todavía, al decir de los expertos, en una ceremonia devaluada, en Madrid, que no en Sevilla ni en Roma, y junto a otros tres beatos de poca monta. Es lástima que los verdaderos devotos de Sor Ángela no tengan voz ni dinero para oponerse. Y que el relumbrón nacionalcatólico que se prepara en la capital de España (en plena precampaña electoral, no lo olvidemos) pueda acabar eclipsando una de las historias más irresistibles de esta ciudad, tan dual como para haber alimentado, hasta en los más agnósticos, durante la siniestra posguerra y después, una secreta corriente de admiración por las Hermanitas de los Pobres. De cuando la gente se moría de hambre por las esquinas, o enfermaban de pena y abandono en los corrales de vecinos. Allí acudían las hijas de sor Ángela, sólo ellas, a lavar cuerpos comidos de miseria, limpiar alcobas, dejar un brasero encendido o un puchero al amor de la lumbre. Pero esa historia, si soy capaz, se la contaré otro día.
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