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Columna
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Polis

Toni Romano, el detective creado por Juan Madrid en los años de la transición, un tipo duro y machacado, feo, escéptico y sentimental, vuelve al escenario de los crímenes ajenos y de los pecados propios, y su escenario es, por supuesto, la ciudad que el novelista tomó por apellido. Durante mucho tiempo los policías españoles quedaron al margen del género en la literatura, el cine y la televisión. El oficio policial tenía oscuras connotaciones y no había muchos lectores, o espectadores dispuestos a identificarse con aquellos grises mensajeros del miedo, la tortura y la represión. Los calabozos de la Puerta del Sol no tenían nada de fotogénicos; por supuesto, había muchas cosas que decir y escribir sobre lo que pasaba en aquellas mazmorras y despachos, pero ponerlo por escrito, o filmarlo, era desde luego exponerse a conocerlos personalmente, de primera mano y en carne viva.

En las primeras novelas de Juan Madrid, Toni Romano se adentraba en las cloacas y alumbraba con su linterna sorda los rincones de un submundo habitado por tiburones y reptiles, turbios policías, matones sin alma, funcionarios corruptos y gánsteres de poca monta y muy mala baba.

Al sufrido Toni Romano le daban por todas partes, y la nómina de sus moretones, heridas, fracturas y mataduras ocupaban un buen puñado de páginas. En aquellas crónicas ácidas y negras, teñidas siempre con un amargo punto de ironía, el arma de los perdedores, Juan Madrid levantaba la tapa del cubo de la basura y examinaba los desperdicios y los desechos de la ciudad con su olfato encallecido de reportero de sucesos. Como su personaje, el escritor había desgastado los fondillos de muchos pantalones en las incómodas, desangeladas y brumosas salas de espera de cochambrosas comisarías. Hablaba la jerga de los maderos y de los hampones, la misma jerga, y desbrozaba las intrincadas lindes, entre el eje del bien y el eje del mal, la ley y el delito.

Años después la televisión descubrió las series de policías españoles; la serie pionera, Brigada Central, contaba con la aportación como guionista de Juan Madrid y fue más realista y más cruda que todas las que vinieron después. Demasiado real, demasiado cruda para las plácidas horas del prime time. Aquellos policías seguían resultando de lo más inquietante, y más que ángeles guardianes de la ley parecían pobres diablos con un pie a cado lado de la frontera de la legalidad. Personajes demasiado creíbles y cercanos para las convenciones de la televisión como entretenimiento familiar.

Tras un largo paréntesis, las comisarías madrileñas, recién pintadas y amuebladas, mejor iluminadas y pobladas por personajes más fiables y amables, regresaron a la pequeña pantalla. Dos grandes actores, los comisarios Tito Valverde y José María Pou, al frente de sus respectivas y juveniles dotaciones, volvieron a ganarse la confianza de los ciudadanos respetuosos de la ley y amantes de la televisión. Las nuevas comisarias tenían muebles funcionales de diseño, ordenadores de última generación, colores claros y policías a juego, con un look moderno y deportivo, siempre dispuestos a proteger y servir como sus colegas de las películas norteamericanas. Son comisarías pero podrían ser oficinas del Inem, sucursales bancarias, o academias de idiomas, aunque, de vez en cuando, para recordarnos que lo que estamos viendo es una de policías, unas gotas de sangre ensucien la moqueta o entre un energúmeno dando alaridos en la recepción. La sordidez queda del otro lado de la cámara y los ciudadanos pueden estar tranquilos cobijados y arropados por el poderoso brazo de la ley.

Ahora que el Gobierno anuncia un nuevo y mareante giro al centro, que en esta ocasión debe ser el centro penitenciario; hoy cuando el inquietante tema de la inseguridad ciudadana, que afecta incluso a la zonas rurales, como declaraba hace unos días un portavoz autorizado, resulta tan inquietante como para provocar una lluvia de votos. En estos momentos cruciales, el detective Toni Romano ha vuelto por donde solía, otra vez a meterse donde no le importa como un incordiante francotirador. ¡Que no le pase nada! Los tiburones, aunque sean de diseño, siguen mordiendo. ¡Salud!

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