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Tribuna:LAS DECLARACIONES DE JIMÉNEZ DE PARGA
Tribuna
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El respeto al Tribunal Constitucional

La imparcialidad y la dignidad del intérprete supremo de la Constitución han quedado comprometidas por las declaraciones

El Tribunal Constitucional es un órgano central en el sistema institucional que diseñó la Constitución de 1978. Su condición de intérprete supremo de la misma le faculta para declarar la inconstitucionalidad de las leyes de las Cortes Generales o de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas si vulneran la norma suprema. Además, entre otras funciones, ejerce la jurisdicción de conflictos en el seno del Estado de estructura compuesta, esto es, resuelve las disputas sobre competencias que puedan surgir entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Junto a todo ello, como es conocido, le está conferida la condición de supremo tribunal para la garantía de los derechos fundamentales y libertades públicas. Sus resoluciones vinculan a todos los poderes públicos y para ello, en el ejercicio de sus funciones, sólo está sometido a la Constitución y a su Ley Orgánica. Para que esta vinculación sea aceptada por los otros poderes del Estado y por los ciudadanos resulta un requisito imprescindible que los 12 magistrados que lo componen actúen de conformidad con lo que establece el artículo 22 de su Ley Orgánica: "Los magistrados del Tribunal Constitucional ejercerán su función de acuerdo con los principios de imparcialidad y dignidad inherentes a la misma (...)".

La imparcialidad del alto tribunal fue hasta ahora salvaguardada por todos sus presidentes
No parece deseable que el tribunal se vea en la tesitura de resolver incidentes de recusación

Pues bien, las últimas y ya muy conocidas declaraciones de su actual presidente acerca del carácter histórico de todas o algunas de las Comunidades Autónomas, y también de la posible ilegalización de Batasuna, realizadas en un contexto no jurisdiccional, es decir, al margen del ejercicio de sus funciones como magistrado, parece obvio que comprometen la imparcialidad y la dignidad de la institución, que hasta la fecha había sido celosamente salvaguardada por todos y cada uno de los presidentes de ese órgano constitucional.

No es una novedad afirmar que en el Estado democrático las opiniones de los integrantes de los órganos jurisdiccionales sobre los aspectos sometidos a su conocimiento (o que, como aquí sucede, presumiblemente puedan estarlo) se han de expresar a través de sus resoluciones y sólo a través de las mismas. Ello es así en cualquier supuesto, y sin duda cobra una especial relevancia cuando se trata del presidente del órgano del Estado a quien le está atribuida la garantía de la supremacía de la Constitución. El deber de imparcialidad se extiende a toda la actividad profesional de los magistrados y cualquier desliz que pueda producirse en este terreno compromete la posición institucional de un órgano que por su propia naturaleza ha de ocupar una permanente posición de árbitro institucional o si se prefiere de tercero ajeno a los intereses de las partes en litigio. De la realidad de tales principios dependerá nada más y nada menos que la confianza que los ciudadanos puedan depositar en su administración de justicia y, por lo que ahora interesa, en su Tribunal Constitucional. No nos cabe la menor duda de que, con manifestaciones como las realizadas en los últimos días por su presidente, a las que se añaden algunas otras desde el mismo momento de su toma de posesión y especialmente a propósito de la iniciativa que condujo a la Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos, la imparcialidad del tribunal queda cuestionada. Y ello, porque la forma en la que el presidente y magistrado ejerce su propia libertad de expresión haciendo abstracción del deber de reserva respecto de cualquier cuestión ajena al debate en sede jurisdiccional, que ha de ser inherente al alto cargo que ostenta, puede erosionar la confianza ciudadana y de las instituciones del Estado en el Tribunal Constitucional. Dicho en otras palabras: en un sistema constitucional como el nuestro, trabajosamente logrado y homologable al de los Estados democráticos de nuestro entorno, actuaciones de clara incorrección funcional del presidente de un órgano constitucional suponen un riesgo para la convivencia integradora a la que el constituyente aspiró.

No se olvide al respecto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos -cuya jurisprudencia viene siendo acogida ampliamente por el Tribunal Constitucional españo- tiene ya aclarado desde hace más de veinte años que la justicia no debe ser sólo imparcial, sino además aparentar que lo es. Pues bien, el contenido y el tono empleado por el presidente en sus últimas declaraciones sobre la distinción entre nacionalidades y regiones en la Constitución, así como las relativas al caso Batasuna, pendiente en la actualidad de decisión judicial y de un no descartable pronunciamiento del propio Tribunal Constitucional, comprometen decisivamente la necesaria imagen de imparcialidad del alto tribunal.

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El Tribunal Constitucional es todavía una institución joven, que con todas las luces y sombras de una obra humana, constituye hoy un referente institucional tanto para los actores políticos como para las diversas profesiones jurídicas. Hasta ahora ha sido un tribunal especialmente garantista en materia de derechos, y su interpretación de las autonomías políticas, si bien es cierto que ha suscitado opiniones encontradas, ha ayudado a consolidar el sistema de descentralización política en un Estado como el español de una tradición histórica fuertemente centralista. Por tanto, teniendo en cuenta la importancia de estas atribuciones, lo peor que le puede ocurrir es que su imparcialidad pueda verse cuestionada en un ámbito tan sensible como es el que concierne a las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas que lo integran. Y especialmente -no se olvide- en aquellas que como Cataluña y el País Vasco fueron a la postre las que desde el inicio del proceso constituyente impulsaron la descentralización política, que después se reflejaría en el artículo 2 y en el Título VIII de la Constitución.

Es evidente que cada uno, y por supuesto el presidente del Tribunal Constitucional, es muy libre de interpretar el proceso constituyente español. Como también lo es que todas las Comunidades Autónomas tienen su historia. Pero lo que no puede ser ignorado es que cuando la Disposición Transitoria 2ª de la Constitución estableció una forma diferenciada de acceso al autogobierno para aquellas comunidades que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatutos de Autonomía estaba introduciendo una diferenciación que después ha tenido una explícita traducción en múltiples ámbitos, aunque el proceso político de construcción del Estado autonómico haya terminado por disimular sus efectos. Y es también evidente que esta diferenciación encuentra un referente genérico en el significativo artículo 2 que constitucionalizó el término nacionalidades en una tortuosa redacción, fruto de los condicionamientos de hecho que pesaron sobre la transición a la democracia en España. Aquella diferenciación se refleja en la propia Constitución, en diversos Estatutos de Autonomía y en posteriores leyes estatales y, asimismo, se proyecta sobre temas como la lengua, el reconocimiento de derechos históricos, la regulación del sistema de financiación, la organización de la seguridad a través de cuerpos de policía propios, la regulación del derecho civil y especial, etc. Y todo ello, como consecuencia de una historia de la que sin duda todos son partícipes, pero también de una historia plural y a la que la Constitución hizo lo posible para dar respuesta desde la lógica del Derecho. Y si bien es cierto que jurídicamente la diferencia entre nacionalidades y regiones no tuvo una proyección específica sobre el tipo de Comunidades Autónomas y su ámbito competencial, también lo es que la incorporación de las nacionalidades no fue retórica ni aséptica, sino que fue una forma de reflejar la pluralidad histórica de los pueblos que integran España.

Pero en todo caso, en virtud del aprecio público del que han de ser merecedoras las instituciones del Estado, resulta indudable que el presidente no puede comprometer con sus opiniones, muy legítimas, por otra parte, la dignidad de la institución que preside, la credibilidad y legitimidad de la misma, así como tampoco su imparcialidad. En este sentido, no parece deseable que como consecuencia de esas reiteradas y, en nuestra opinión, poco afortunadas declaraciones, el tribunal se vea en un futuro más o menos inmediato en la tesitura de resolver sucesivos y permanentes incidentes de recusación. Recientemente, en su Auto de 20 de noviembre de 2002, el Tribunal Constitucional decidió desestimar la recusación del presidente planteada por el Gobierno vasco en relación al recurso de inconstitucionalidad que éste interpuso contra la Ley de Partidos. Constituiría un grave perjuicio para el crédito institucional y, en definitiva, para la dignidad del Tribunal Constitucional, y para todos sus magistrados, que un nuevo cuestionamiento de la imparcialidad del presidente volviera a repetirse. Y desde luego sería mucho más lamentable que el Estado español sufriese una condena en Estrasburgo por razón de la ausencia de imparcialidad de su jurisdicción constitucional; condena, por cierto, que aún no ha padecido ninguno de los Estados parte del Convenio de Roma de 1950.

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