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Reportaje:

Regreso a la pandilla

Como en otras épocas, muchos jóvenes de barrio forman grupos urbanos para relacionarse

A finales de los años setenta y principios de los ochenta, la calle era de la juventud de barrio. Los recreativos eran el templo, y las ferias -esos pequeños parques de atracciones itinerantes-, el máximo lugar de exhibición para los chavales que iban de duros. Asistir a la discoteca era sólo una consecuencia que llegaba después del ritual de la reunión en la calle. La vestimenta que mandaba era la urbana, con mucho vaquero de los que marcan y mirada perdonavidas: ese equipaje hacía parecer a los chavales unos tipos al límite capaces de enfrentarse a los padres y a un mundo que no entendían.

Paulatinamente, a medida que los vientos de estabilidad llegaron a todo el Estado, España entró en la corriente de las modas internacionales. Las pandillas, y la antigua división entre pijos y garrulos, quedó sustituida por un millar de tribus urbanas, que se pretendían cosmopolitas. En cambio, quizás para olvidar un pasado reciente de segunda fila, ciertas tendencias globales que ensalzaban el espíritu callejero no penetraron aquí. La mayoría de estas estéticas estaban relacionadas con los afroamericanos e hispanos de Estados Unidos.

"Estabas en las puertas del sitio que molaba, pero no pagabas entrada"
Formar una pandilla de calle no significa defender nada, ni tampoco atacar nada.

En la televisión, músicos de hip-hop, o de freestyle latino escupían su frustración social a través de música de trueno. La mayoría lucía un aspecto callejero, mezclado con aderezos ambiciosos (cadenas de oro gruesas tamaño gigante). Se trataba de estar orgullosos de la dureza del origen, por muy doloroso que éste fuera. Por ejemplo, la moda de llevar las zapatillas sin cordones o los pantalones caídos, así como el hecho de vestir chándal a todas horas, es, en Estados Unidos, un tributo al modo de vestir de la cárcel, donde no se lleva cinturón, ni cordón en los zapatos, y el chándal es la prenda que reina en los patios. Con el triunfo de cantantes como Eminem, el último chico de la calle que se ha hecho famoso, también los blancos de todo el mundo han descubierto que pueden gritar su desazón, y ser respetados. Y en nuestro ámbito, los muchachos de barrio han captado el mensaje, aunque a través de parámetros propios.

Muchos integrantes de la generación que ahora tiene más de 30 años, la que se conoció como generación X, en Valencia curtieron su ocio en las macro-discotecas que formaban parte de la ruta del bakalao. En ellas tuvo lugar un fenómeno que podía orientar sobre lo que sucede hoy: la mayoría de la peña prefería el aparcamiento a la sala, y convertía estos hangares al aire libre en espacios de reunión. "Era más barato, y tú te sentías más libre", opina Carlos, antiguo usuario de esta moda. "Estabas en las puertas del sitio que molaba, pero no pagabas entrada", añade.

Hoy, los sucesores de Carlos, los nacidos en los años ochenta, han llevado esto un paso adelante. O un paso atrás, según se mire. Las discotecas ya carecen de leyenda y, en su defecto, muchos jóvenes han convertido la calle y el barrio en el centro de reunión. La pista de baile es sólo para desfasar. El pub es para ligar, o para tomar las copas. Pero la calle -los parques, los patios, las plazas- es el ecosistema que sirve para que se reúnan los chavales. Antiguas costumbres vuelven a resurgir, como la de fumar porros al aire libre y su significación urbana de hermandad. La pandilla une hoy a los miembros más jóvenes de una sociedad que exacerba el individualismo. Y quizás, por eso haya vuelto este concepto. Y lo ha hecho después de mucho tiempo.

Precisamente, no se veía desde la época de los pandilleros, que era como se conocía hace veinte años a los chicos, a menudo sin recursos, que formaban grupos de amigos para defender su territorio y pelear por él. Era el modo autóctono de entender el término "banda callejera". Ahora, esto no es así. Formar una pandilla de calle, generalmente no significa defender nada, ni tampoco atacar nada. Ni carecer realmente de recursos, sino, sobre todo, encontrar un modo de defenderse uno mismo frente a las convenciones de la vida. Y reivindicar algo que, desde hace años, los jóvenes habían disfrazado: el hecho de pertenecer a un barrio, aunque éste no sea el ideal. Las chicas, como en los viejos tiempos, ejercen de novias. Manda la testosterona.

En Catarroja, como en otros pueblos, en otras ciudades, ha proliferado la moda, y grupos de jóvenes pasan el rato en parques y bancos públicos. Se reúnen en grupos integrados por chavales de entre 15 y 25 años, y se dividen por barrios. "Normalmente", explica Eduardo, uno de ellos, "no nos mezclamos demasiado, cada cuál se queda en su barrio". "Es por comodidad", añade, "no hay malos rollos". Eso de los "malos rollos", sólo podría darse si, llegado el caso, un grupo quisiera ocupar porque sí el espacio de otro.

Eduardo estudia para ser técnico superior de telecomunicaciones. Como sus amigos, viste chándal. "Me gusta, es práctico", expone. Las marcas clave en este ambiente son Nike y, cuando se sale de fiesta, Tommy Hilfiger. Son caras, pero son fetiche. "No vamos en chándal cuando vamos a estudiar a la Universidad", explica José, un amigo de Eduardo que estudia Ingeniería, "pero sí cuando bajamos a ver a los colegas". Los gorros de lana calados hasta las cejas, las zapatillas deportivas, los plumas, forman parte del vestuario colectivo. Aquí no se ven coches restaurados al estilo tuning, aunque en otras pandillas los veneran. Para el imaginario adulto, esta estética puede evocar un vestuario marginal. Para ellos no, es look urbano, de aspecto contundente, que cumple su función: la de crear impacto, y unir al grupo.

En él, algunos estudian. Otros están en el paro, o tienen trabajos prosaicos. "Reunirse en la calle es lo mejor en estos tiempos", explica un chico alto con chándal llamativo, "todo está muy caro y no hay dinero para hacerse copas cada día". Esto es lo básico, dice, para entender el éxito de la relación calle-pandilla.

En este grupo -el de Eduardo y Francisco, que aglutina hasta treinta chicos que no superan los 23 años- la música que se escucha es heavy, y también la de Eminem. "Las discotecas de bakalao son para los más jóvenes, para los que les va la caña dura", explica Gonzalo, otro amigo. En ellas, los chavales de uno u otro barrio ocupan rincones determinados, "aunque se mezclan". "Los mayores vamos a las de pachanga, como Banana's o New Velvet", añade otro jóven, "pero vamos poco, en la calle estamos mejor".

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