Los espías nazis que salvó Franco
El singular aspecto de Josef Hans Lazar fascinaba a los que le conocían y desataba toda clase de leyendas y fabulaciones sobre su origen. Peinado hacia atrás, con el pelo engominado, sus ojos eran negro azabache, y la piel, oscura. Cuidaba su pequeño bigote con esmero y miraba a sus interlocutores a través de un monóculo, lo que le daba un aspecto tan interesante como inquietante. Iba siempre embutido en trajes oscuros, muy ceñidos; corbatas o pañuelo a juego, y brillantes zapatos negros.
El jefe de prensa y propaganda de la Embajada alemana estaba en todos los lados, y la alta aristocracia madrileña, especialmente las señoras, le sentaba con orgullo a su mesa para escuchar sus historias y observar sus ademanes cosmopolitas y refinados. Acudía a todas las fiestas y se dejaba ver por los locales más exclusivos, y en especial por el reservado del restaurante Horcher, un nido de espías nazis cerca del parque del Retiro. Era un tipo con mucha personalidad, con poder y dinero: una combinación explosiva en aquellos años de pobreza y restricciones donde las apariencias abrían todas las puertas, incluso las de las familias más altivas. Estaba considerado como el hombre mejor informado de Madrid, y sus tentáculos alcanzaban los rincones más lejanos e insospechados. Era un excelente relaciones públicas al que odiaban los representantes de los Aliados destacados en las Embajadas inglesa y americana.
'La lista negra. Los espías nazis protegidos por Franco y la Iglesia'
José María Irujo. Aguilar.
"Por una mezcla de dictadura brutal y descarada corrupción logró que los diarios españoles fueran más venenosos que los alemanes", escribió de él Samuel Hoare, embajador inglés
Manejaba a los periodistas españoles a golpe de talón y por la vía del estómago. Su mujer, una baronesa, daba comidas fabulosas en plena penuria. Nada ni nadie escapaba a su control
Lazar, que había nacido en Costantinopla, era hijo de un austriaco traductor de turco; estaba casado con Elena Petrino Borkowska, una baronesa natural de Siebenbürgen, una región de Rumania, y había emigrado de su país a Bucarest, Budapest y Viena, donde fue un firme propagandista del Anschluss (anexión a Alemania, en 1938). Las secuelas de las heridas de guerra que sufrió durante la I Guerra Mundial le convirtieron en un adicto a la morfina y la cocaína, que tomaba en ocasiones para combatir el dolor, según un testigo que le conoció y trató. Pese a su condición de judío, Lazar se había convertido en una de las personas más influyentes de la representación alemana en España. Nada ni nadie escapaba a los tentáculos de este agregado de prensa que en Bucarest había sido representante de la agencia oficial alemana DNB. Ramón Garriga, responsable de información del servicio nacional de prensa, quedó fascinado por su personalidad y le definió así: "Era un ser especial como no se veía otro en toda la España franquista... Elegantemente vestido, hacía alarde de una cortesía exagerada que recordaba a las figuras de las operetas vienesas de Strauss o Lehar... Quienes tratamos a Lazar llegamos a la conclusión de que nos encontrábamos en presencia de un hombre realmente importante... Sus pretensiones no tenían límites".
Durante la Guerra Civil, Lazar había trabajado como corresponsal de la emisora Transocean, una de las primeras empresas de propaganda nazi montada por el doctor Oestreich, y se había convertido en un experto de la publicidad en favor de la causa nacionalsocialista. Desde su puesto de jefe de prensa y propaganda de la Embajada consiguió controlar decenas de hojas parroquiales, con tirada de hasta 170.000 ejemplares, que él financiaba, y en las que se defendía la causa alemana. Un hábil sistema para llegar a miles de personas por una vía en apariencia inofensiva. Un truco para el que contó con la colaboración de Johannes Bernhardt, el rey del volframio, y su conglomerado de empresas. El ex espía Reinhard Spitzy le recuerda así: "Lazar era un vivo. Hitler no se fiaba de él y quiso destituirle, pero no pudo. Estaba instalado en España como una araña en su red. Llegó a controlar 200 hojas parroquiales por todo el país. '¿Quiere usted tener un periódico propio?', les decía a los curas. 'Yo se lo pago con publicidad de empresas alemanas, como Siemens, Mercedes o Merk. Esas compañías pagan muy bien". Pero en realidad no pagaban las empresas alemanas, sino los fondos de reptiles que manejaban Lazar y Bernhardt, que se nutrían de aportaciones de la Embajada alemana.
El periodista alemán había puesto en marcha en 1942 una estrategia propagandística tan ambiciosa que la bautizó como "El Gran Plan", para la que contaba con colaboradores en las oficinas de Correos y con una cohorte de falangistas y tradicionalistas repartidos por 28 ciudades, que repartían sus panfletos y extendían el mensaje de Hitler mediante el boca a boca. Así dirigió a la opinión pública española a favor de los alemanes. Manejaba a los periodistas españoles a golpe de talón y por la vía del estómago. Daba comidas fabulosas. Su mujer, la baronesa de Petrino, era una gran cocinera. A una cena en casa de Lazar acudía todo el mundo. Nadie se resistía a un ofrecimiento semejante. La información de primera mano y los platos más exquisitos estaban garantizados.
Desde Alemania y Francia, al agregado de prensa le llegaban hígado de pato, gansos, palomas torcaces, champaña francesa. Las sobremesas duraban hasta la madrugada, y con sus viandas ganaba los favores de sus comensales, entre ellos algunos reputados periodistas españoles de Abc e Informaciones, a los que accedió a través de su amistad con José María Alfaro, subsecretario de prensa y propaganda. Todo el mundo hablaba de las cenas en la casa de este judío, coqueto y fiel servidor de la causa nazi, que nunca hablaba de sus orígenes turcos. ¿Lo consideraba una vergüenza?....
El tren de vida de Lazar llamó no sólo la atención de los espías americanos y británicos que le vigilaban, sino los recelos y envidias dentro de la propia Embajada alemana. Paul Winzer, el fiel representante de la Gestapo, no se fiaba de él, y los agentes de las SS le denunciaron varias veces.
Lazar era un apasionado de las antigüedades, y su casa, un palacete alquilado a los Hohenlohe en el número 43 de la avenida del Generalísimo, era un auténtico museo. Su dormitorio, que pocas personas llegaron a ver, era una fiel muestra del carácter de este personaje tan excéntrico como influyente. La habitación simulaba una capilla decorada con dos hileras formadas por 12 tallas de santos y un altar, junto al que descansaban el turco y la rumana. ¿Qué sentiría el matrimonio Lazar en ese ambiente tan religioso y espiritual?, ¿qué extravagantes inclinaciones tenía este judío al servicio de Hitler?, se preguntaba el embajador inglés Samuel Hoare cuando sus agentes le describieron los extraños aposentos del artífice de la propaganda nazi en España.
La explicación más favorable al jefe de prensa de la Embajada alemana es la que supondría una pasión desmedida por el arte. Tenía un negocio de antigüedades con la mujer de Horcher, el dueño del restaurante alemán que también estaba al servicio del espionaje nazi, y, en opinión de Spitzy, llegó a gobernar el mercado de arte de Madrid. El país acababa de salir de una guerra civil, había penurias, y muchas familias se desprendían de sus recuerdos y objetos de valor para poder comer. "Conozco las mejores mesas y cómodas de Madrid", decía con orgullo...
Centro de operaciones
La sede del gabinete de prensa y propaganda que dirigía el elegante hombre del monóculo estaba en un edificio separado de la sede de la Embajada alemana. Lazar vivía en un anexo del palacete, y en una esquina de la finca estaba la casita de su chófer. Aquél era su feudo y su dominio inexpugnable. Un privilegiado espacio en el centro de la ciudad en el que se cocinaba la política informativa que favorecía a Hitler y dirigía desde Berlín el siniestro Joseph Goebbels. Wiebke Obermuller era la jefa del boletín informativo de la Embajada y una de las 15 personas, todas alemanas, que integraban su equipo en Madrid. En los consulados repartidos por todo el país tenía docenas de colaboradores. El boletín, en el que se recogían las noticias más importantes y el parte diario de los combates, se distribuía a los diplomáticos y jefes de las empresas de Sofindus. Una copia traducida al español se enviaba a la agencia Efe. Aparecía tres veces por semana y la tirada oscilaba entre 45.000 y 60.000 ejemplares. Además, la Embajada financiaba y editaba numerosas revistas camufladas cuyo objetivo era ensalzar las virtudes del nazismo. Desde la revista juvenil Heroísmo y Aventura, que relataba las batallas del ejército alemán, hasta la publicación satírica Colección de los 7, que todas las semanas se buzoneaba por peluquerías y farmacias; de esta última se llegaron a tirar 300.000 ejemplares.
Obermuller, la jefa del boletín, recuerda bien a Lazar: "Era un personaje exótico y diferente. En la sección teníamos un periodista medio judío, algo que no se toleraba en ningún sitio. Él era el único que empleaba a gente así. Pero al mismo tiempo había varios nazis como Arthur Dietrich, que era un mandamás, y un tal Lei. Yo me enfadaba porque teníamos que mandar traducidas noticias muy feas, matanzas de mujeres y niños. '¿Por qué mandamos estas noticias tan espantosas?', les decía a mis compañeros. Creía que me iban a devolver a Alemania", recuerda hoy ésta en su casa de Lübek.
Con sus empleados, Lazar era un hombre arisco y distante. "Con nosotros era casi indiferente. Una vez subió a mi oficina para escuchar un parte de radio y pude apreciar que usaba polvos para que su piel pareciera más blanca. En la oficina todos especulaban sobre su origen. Unos decían que era hijo de un ujier de la Embajada alemana en Turquía, otros que de Croacia o de los Balcanes. Nadie sabía nada sobre él. Convocaba a los periodistas alemanes acreditados en Madrid una vez por semana y les daba partes e instrucciones. No me extraña que manejara fondos para comprar a periodistas españoles. Era muy poderoso y sabía todo lo que pasaba en Madrid", recuerda esta mujer.
Uno de los más convocados por Lazar y a la vez vigilado por los espías aliados era Walter Bastian, que ocultaba su actividad bajo el disfraz de periodista. Bastian era director de la agencia de prensa Transocean y desarrolló un importante papel para difundir la propaganda nazi. Los corresponsales españoles en Berlín de La Vanguardia, Madrid, Informaciones y Abc transmitían sus crónicas a través de esta agencia, y de esta forma la Embajada alemana conocía de antemano sus contenidos. Además, 50 periódicos españoles recibían las llamadas Cartas berlinesas, unas crónicas que salían de las plumas de los adláteres del judío, el maestro de la manipulación.
Algunos alemanes residentes en España estaban en desacuerdo con el tono y contenido de la propaganda que se transmitía desde el departamento de prensa de la Embajada que dirigía Lazar o la que proyectaban los consulados generales, pero la amenaza del aparato policial que dirigía el peligroso Winzer les aconsejaba callar. Cualquier sospechoso de no apoyar las ideas de Hitler era secuestrado y trasladado a Alemania para ser conducido ante un tribunal...
Horcher, un nido de espías
El restaurante más frecuentado por Lazar y Spitzy era Horcher, uno de los más reputados y caros de la ciudad. Sus salones acogían a lo más granado de la colonia nazi y en sus fogones se cocinaba algo más que platos alemanes. Herr Horcher, su dueño, había dejado Berlín a causa de la guerra y había trasladado su negocio a Madrid. Su local berlinés era el favorito de Albert Speer, el arquitecto y ministro de Armamento de Hitler, y sus salones reservados estaban siempre ocupados por los jerarcas nazis. Horcher era amigo íntimo de Walter Schellenberg, el responsable del espionaje de la SD en el extranjero, el hombre para el que trabajaba Spitzy, y su elegante local madrileño se había abierto en 1943 con dinero facilitado por el AMT VI, RSHA; es decir, con fondos proporcionados por el servicio secreto de Schellenberg.
Los agentes norteamericanos y británicos vigilaban el restaurante y hacían largas guardias en el exterior para identificar a los sospechosos de colaborar con el régimen nazi. De puertas para adentro, nadie salvo los comensales, y a veces el propio Horcher, conocían la valiosa información que iba y venía en los inaccesibles reservados de aquel distinguido restaurante. En realidad, el negocio no era más que una fachada del Gobierno nazi para mover fondos destinado a labores de espionaje, según redactaron en sus primeros informes los espías americanos desde sus despachos en la Embajada.
Herr Horcher mantenía relaciones con varios espías nazis destacados en Madrid, y en especial con los de la Abwehr y las SS. El agente Walther Eugen Mosing, comandante de las SS camuflado en la empresa Pieles, SA, participó en el montaje que se escondía detrás del restaurante madrileño, y se responsabilizó de algunas compras, movimiento de dinero y cambios en el mercado negro. El local era también centro de reunión de falangistas y del movimiento Legión Alemana, que prestaba apoyo a los que deseaban huir a Suramérica y que estaba ligado a un enigmático plan denominado "La Araña" para conducir hasta refugios seguros a los agentes en apuros.
El interés de los Aliados por espiar a Lazar era grande, ya que sus campañas de propaganda nazis resultaban muy efectivas. Hoare, el embajador inglés y ex secretario de Estado para la India, calificaba al turco como un ser "repulsivo", pero reconocía su enorme poder de influencia. "Desde la Embajada alemana, donde tenía más autoridad que el propio embajador, dirigía no solo el curso general de la prensa española, sino incluso el lenguaje mismo, al manipular las palabras en los artículos y en las noticias... Los ciudadanos españoles no tenían acceso a ninguna información que no hubiera sido sometida a la siniestra aprobación de Lazar. Por una taimada mezcla de dictadura brutal y descarada corrupción coronada por el éxito lograba que los diarios españoles fueran mucho más venenosos que los que se publicaban en Alemania", escribió el embajador y primer vizconde de Templewood en sus memorias.
Mientras Reinhard Spitzy peregrinaba por las casas parroquiales y monasterios de Cantabria protegido por la Iglesia, en los edificios de la Embajada alemana, en el número 4 de la avenida del Generalísimo y en el 3 de la calle Hermanos Bécquer de Madrid, residencia del embajador, su amigo Hans Lazar se afanaba en el saqueo de cuadros, plata, oro y objetos valiosos. Su pasión por las obras de arte y la nula vigilancia de la policía española, que le dejaba entrar y salir a su antojo en la legación diplomática, facilitaron la rapiña.
Alemania se había rendido el 8 de mayo de 1945. A las pocas horas de anunciarse el final de la guerra, los funcionarios de la Embajada entregaron el edificio al Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Gobernación, pero hasta la firma del Acta de Rendición, rubricada el 5 de junio, la Embajada alemana y el resto de sus dependencias oficiales en España no cayeron en manos de los Aliados. Durante esas cuatro semanas, la residencia diplomática fue objeto de una precipitada limpia en la que se destruyeron centenares de documentos comprometedores y se vaciaron archivos y cajas de caudales. El horno funcionó sin cesar, y sólo una avería facilitó que quedaran pruebas de la evidente ayuda de la que el III Reich había gozado durante el régimen de Franco.
Condecorado
Lazar no se planteó la fuga porque estaba convencido de que el Gobierno del general Franco le protegería hasta el final. En noviembre de 1943 había recibido la cruz de segunda clase al Mérito Militar con distintivo blanco por sus "servicios prestados en la guerra de liberación", en la que había ejercido como corresponsal de guerra. En el pecho de otros 10 periodistas alemanes se había colgado idéntica distinción. El jefe de propaganda nazi en España alegó que su residencia estaba en el edificio destinado al departamento de prensa para moverse libremente en los inmuebles de la Embajada de un país vencido y derrotado, y que, por otra parte, tenía mucho que ocultar.
El 5 de junio, cuando los funcionarios británicos y norteamericanos entraron en el número 3 de la calle Hermanos Bécquer se encontraron un edificio vacío. Las paredes estaban desnudas; los despachos del embajador y sus colaboradores carecían de muebles, armarios, mesas de escritorio o material de oficina. Los archivos y cajas de seguridad estaban abiertos y medio vacíos. No había lámparas en el techo, e incluso faltaban algunos elegantes marcos de mármol de varias chimeneas. Alguien había organizado una enorme mudanza en los edificios oficiales alemanes, incluido el palacete en el que Lazar tenía su cuartel general, sin que los agentes del Ministerio de la Gobernación que los custodiaban dijeran ni una sola palabra. ¿Los vigilantes estaban ciegos? ¿Qué había ocurrido?
La indignación de los Aliados era comprensible... El 25 de junio, la Embajada de EE UU envió su primera nota a Exteriores. Describía el estado en el que habían encontrado la Embajada alemana y se señalaba que la imprenta de la legación diplomática había sido saqueada "hasta el extremo de llevarse los aparatos de luz y la fontanería exterior". El edificio debe ser cerrado inmediata y eficazmente", reclamaban los Aliados.
Cuando los vencedores tomaron la Embajada y vieron que no quedaba ni una sola obra de arte, que la plata y el oro se habían esfumado, el jefe de prensa nazi se convirtió en el principal sospechoso del saqueo. Y despertó la ira de los británicos y de los americanos, a los que no se les escapaba que Lazar era un protegido más del franquismo, al que había servido desde que llegó a Madrid, en julio de 1938, bajo la cobertura de un pasaporte diplomático.
Cuando los Aliados le incluyeron en la misma lista negra que a Spitzy para ser repatriado a Alemania y el Gobierno español dictó una orden de detención, volvió a sorprender a todos con su arrogancia y astucia: simuló un ataque de apendicitis y fue internado en la madrileña clínica Ruber bajo el atento control de los Aliados. El consejero de prensa pretendía ganar tiempo a toda costa para reclamar la ayuda de Franco... El hombre de Goebbels en Madrid pasaba así factura por el apoyo que había prestado a Franco y reclamaba la "hospitalidad española". El Gobierno y la Iglesia, donde tenía numerosos contactos, le habían aconsejado aguantar y le habían prometido que no sería entregado.
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