Ciencia en verso
Hay en este libro un poema titulado sobriamente Charles Robert Darwin (1809-1882) que empieza así: "El hombre que nunca quería. / Sentía mareos de pisar la Tierra. / 'Genial', 'innovador', 'apabullante', 'un titán': / él no quería. Desde un principio / se resistió por todos los medios. / Náuseas, migrañas, hipocondrías". Darwin, en efecto, era el hombre que nunca quería. Cuando se embarcó en el Beagle estaba recién licenciado en teología por la Universidad de Cambridge y no tenía más teoría sobre la biología del planeta Tierra que la narrada en el Génesis. Los pinzones de las islas Galápagos le contaron una historia muy distinta, pero él no quería oírla. La lectura de Malthus le brindó la idea de la selección natural, pero él no quería pronunciarla. Náuseas, migrañas, hipocondrías.
LOS ELIXIRES DE LA CIENCIA
Hans Magnus Enzensberger. Varios traductores Anagrama. Barcelona, 2002. 281 páginas. 15 euros
Los versos componen una especie de biografía negra de Darwin. No la de sus éxitos científicos, sino la de sus miedos filosóficos: el vértigo de quien tiene en su mano el arma perfecta para matar a Dios y se asusta antes de apretar el gatillo. No es que esto no se haya contado, pero nunca ese punto de vista había venido avalado por la verdad poética. 'Charles Robert Darwin (1809-1882)' es uno de los 60 poemas contenidos en Los elixires de la ciencia, el último libro del inclasificable intelectual alemán Hans Magnus Enzensberger (Baviera, 1929). El tomo se completa con media docena de ensayos sobre la cultura matemática, los riesgos de la mecanización, los profetas de lo digital, las nuevas catedrales paganas (como los aceleradores de partículas, de dimensiones más geográficas que arquitectónicas) y las rabiosas ciencias de la complejidad, la genética y la ingeniería de tejidos.
¿Qué puede llevar a un pensador a escribir 60 poemas sobre la ciencia y los científicos? Enzensberger cuenta que el poeta romántico británico Samuel Taylor Coleridge solía asistir a las clases de química de la Royal Institution, para estupor de sus profesores químicos y de sus colegas literarios. Cuando le preguntaron para qué asistía, Coleridge respondió: "Para enriquecer mis provisiones de metáforas". La respuesta puede parecer una herejía científica, pero sólo lo es desde un ángulo miope, pues "¿qué sería la ciencia sin metáforas?", como se preguntó el gran matemático británico Godfrey Harold Hardy. "Toda narración científica se fundamenta en el discurso metafórico", explica Enzensberger. "Los matemáticos y científicos naturales de la modernidad han demostrado poseer una admirable capacidad de verbalizar sus planes, descubrimientos e hipótesis. Su producción de metáforas pone de manifiesto un admirable talento poético".
El autor no oculta su admiración por las metáforas que ha producido la extraña ciencia del siglo XX, y muy en particular la física y la cosmología: vientos solares, ruido galáctico, agujeros negros, energía oscura, gigantes rojas, enanas blancas, agujeros de gusano, cuerdas y supercuerdas, partículas confinadas, túneles cuánticos, horizontes de sucesos. Muchos físicos insisten en que su ciencia no puede comprenderse sin apreciar la elegancia matemática que subyace a todos estos conceptos, pero nadie podrá dudar del enorme poder evocador que poseen esas descripciones metafóricas, un poder que, según Enzensberger, no proviene en absoluto de sus brillos superficiales: "La poesía de la ciencia no está a flor de tierra; procede de las capas profundas".
El poeta devuelve aquí el fa-
vor a la ciencia, y allí donde Coleridge se limitó a tomar prestados los hallazgos verbales de los investigadores, Enzensberger aporta su propia "provisión de metáforas" a la ciencia y a los científicos. "Por lo que toca a los poetas", nos dice, "estas alusiones bastarán para mostrar que sin su arte las cosas no funcionan (...) La poesía está actuante allí donde nadie la supone". Ése es el proyecto, y lo mejor que puede decirse de esta colección de poemas es que el resultado está a la altura de esa ambición.
Una palabra sobre los ensayos. Enzensberger revela en ellos una curiosa mezcla de fe en el progreso científico -cuando habla de las matemáticas o de la ciencia básica- y de desconfianza ante lo que entiende como sus excesos contemporáneos, particularmente en lo que se refiere a las aplicaciones tecnológicas y comerciales del conocimiento. En el ensayo más significativo, Progresos inquietantes, hallamos una clave de esa desconfianza, que el autor cita de la pluma del pionero analista suizo de la mecanización Sigfried Giedion: "La mecanización debe detenerse ante la sustancia viva".
Ésta es la razón del rechazo de Enzensberger a la genética, la biotecnología y la inteligencia artificial contemporáneas, o mejor dicho, al discurso utópico que rodea en ocasiones a esas disciplinas. Enzensberger ha presenciado con perplejidad cómo, desde los años noventa, "muchos empezaron a decir que era sólo una cuestión de tiempo que las mejoras genéticas del ser humano alcanzaran el objetivo, que se aboliera la forma arcaica de procreación, nacimiento y muerte, que los robots hicieran desaparecer del mundo la maldición bíblica del trabajo, que la evolución de la Inteligencia Artificial pusiera término al fastidioso ser deficitario. De este modo, antiquísimas fantasías de omnipotencia hallaron un nuevo refugio en el sistema de las ciencias".
Los genetistas contemporáneos más serios no se reconocerán en ese programa caricaturizado por Enzensberger, en el que "el cultivo de almacenes de piezas de repuesto humanas se considera imperativo terapéutico". Pero, detalles aparte, la inquietud del escritor alemán -podríamos resumirla como el miedo a la desaparición del ser humano, o a que la tecnología le haga superfluo, o a que le convierta en otra cosa- es una perspectiva cuya entrada en el debate público no puede aplazarse un minuto más. Bienvenidas sean estas audaces reflexiones científicas presentadas por uno de los más lúcidos intelectuales europeos del momento.
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