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Columna
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El último de la lista

Las asambleas celebradas el pasado fin de semana en Madrid por el PP y el PSOE dieron el chupinazo de salida a la campaña para las elecciones municipales y autonómicas de mayo; la aversión monopolista de los populares a la competencia política les llevó a sostener que la Conferencia Autonómica de los socialistas sólo pretendía restar brillo a su propia Convención Nacional. Sin embargo, la suspicaz coartada resultaba innecesaria: el férreo control de los medios de comunicación públicos y la patrimonialización de los aparatos estatales benefician al partido del Gobierno a la hora de preparar espectáculos propagandísticos de luz, sonido y aplausos. El presidente fundador del PP recordó a sus enfervorizados discípulos en el Palacio de Congresos -entre invocaciones patrióticas a Santiago Apóstol y a la Virgen del Pilar- que el edificio había sido construido cuando Fraga era ministro de Franco.

El temor a la modesta contraprogramación socialista celebrada en el Palacio de Cristal de la Casa de Campo no explica suficientemente que Aznar utilizase los focos de la Convención del PP para sorprender a la inmesa mayoría de los asistentes (entre otros a Jaime Mayor Oreja) con su franciscana aceptación del último puesto de la candidatura municipal de Bilbao, autopresentada como un gesto "sincero y humilde" de solidaridad con los concejales populares perseguidos y amenazados por ETA. El terremoto producido por la noticia agarró desprevenidos a los altos cargos del PP, algunos de los cuales se apresuraron a solicitar -creyendo que era una consigna- un puesto en las candidaturas vascas; su ofrecimiento, sin embargo, fue desdeñosamente rechazado con el argumento de que Aznar posee el monopolio de los buenos sentimientos.

La inesperada decisión adoptada por el presidente del Gobierno en secreto y sin consultar a los dirigentes populares del País Vasco ha recibido interpretaciones menos halagüeñas: desde el egocéntrico deseo de Aznar de asombrar a propios y extraños con un alarde infantil de omnipotencia hasta la sectaria estrategia de explotar partidistamente la cuestión vasca en el resto de España. Sea una decisión de tintes épicos (como sostienen los aduladores), un palmetazo en los nudillos propinado a los tenores situados en la línea sucesoria (como sospechan los desconfiados) o una estrategia electoral oportunista (como denuncian nacionalistas y socialistas), los debates sobre la verdadera motivación del gesto de Aznar sólo tendrían sentido si las acciones humanas estuviesen animadas por motivaciones singulares y no complejas. A falta de un diván de psicoanalista a mano, el desarrollo de la campaña tal vez permita saber si el presidente del Gobierno se propone únicamente dar apoyo moral a los concejales populares amenazados por ETA o persigue también el objetivo partidista de restar votos al PSOE en el País Vasco y en el resto de España con el argumento de que sólo el PP se opone de verdad a la deriva soberanista -violenta o no- de los nacionalistas.

La apertura de las urnas el 25 de mayo mostrará si la inclusión del presidente del Gobierno en el puesto 29 de la lista bilbaina favorece o perjudica al PP. Tanto las distinciones técnico-jurídicas entre la inelegibilidad y la incompatibilidad de los candidatos orientadas a eludir la prohibición dictada por el artículo 98 de la Constitución ("los miembros del Gobierno no podrán ejercer otras funciones representativas que las propias del mandato parlamentario") como las salvedades puestas a los requisitos del empadronamiento por los ayuntamientos no logran borrar la sensación de que la autonomía municipal está siendo menospreciada de manera fraudulenta. Es cierto que el lugar de cola ocupado en la candidatura de la villa vizcaína por este antiguo vecino del madrileño barrio de Narváez, convertido ahora en bilbaíno sobrevenido tras presumir antes de castellano viejo, le eximiría de ser proclamado concejal del ayuntamiento. Pero algún bromista malicioso podría sugerir la posibilidad de que el presidente del Gobierno, tras abandonar su cargo en la primavera de 2004, pidiese la renuncia a un número indeterminado de concejales electos y sustitutos de la lista del PP para dar rienda suelta así a su sueño de vizcaíno genético y para permitir de paso que el matrimonio Aznar -el marido en Bilbao y la esposa en Madrid- realizaran ambos su vocación municipal.

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