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Paisaje latinoamericano

Hace algún tiempo había una tónica general de optimismo que no me parecía del todo justificada. Parece que ahora predomina el sentimiento contrario. El pesimismo más negro adquirió la categoría de verdad consagrada. Tengo una conversación de verano del hemisferio sur, un paseo a la orilla del mar con un filósofo más bien conservador, hombre de larga experiencia universitaria, y me describe el panorama actual de América Latina con horror, como si el futuro cercano le produjera un estado de miedo físico insuperable. Veo después a un grupo de amigos argentinos acostumbrados a veranear en la costa central chilena y me hablan de la situación en tonos poco menos que apocalípticos. Si Menem es capaz de volver a la presidencia en su tierra después del balance desastroso de su Gobierno, si Alan García tiene buenas posibilidades de ganar las próximas elecciones en Perú, lo cual tampoco excluiría un regreso futuro de Alberto Fujimori, quiere decir que en esta parte del mundo no tenemos remedio. Sufrimos una forma grave de amnesia y esto hace que seamos el continente perdido. O, para citar al viejo Pío Baroja, el continente tonto.

Por mi parte, no compartí el optimismo de hace dos o tres años ni me siento arrastrado por el pesimismo de ahora. Me digo muchas veces que don Pío Baroja no tenía razón con respecto a nosotros, puesto que la región latinoamericana, sobre todo en estos días, está llena de gente inteligente, bien informada, de pensamiento refinado, pero que el continente, sin ser tan tonto, posee la extraña virtud de provocar en casi todas partes visiones simplistas, estereotipadas. Lo que no se perdonaría en Europa o en Estados Unidos se perdona con facilidad a las personas, a los objetos culturales, a los Gobiernos de América Latina. Y en cambio se critica con implacable rigor cosas que ocurren debajo de las narices de aquellos que ejercen la crítica. En otras palabras, el continente no es tonto, pero provoca en los observadores de todos lados, en los de fuera y en los de acá, una especie de tontería colectiva. Y la tendencia a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio adquiere una fuerza que a menudo llega a ser irresistible.

La crítica de la región iberoamericana está siempre influida y hasta impresionada, y es natural que lo esté, por el extraordinario contraste con el universo norteamericano. Aunque fue conquistada a sangre y fuego, cosa que ya hemos olvidado, la unidad de los Estados del Norte, llamados con propiedad Unidos, es el gran hecho histórico y político de aquella parte del mundo, en tanto que lo nuestro es la división, la fragmentación, los conflictos de fronteras, los estallidos internos. En el Cono Sur da la impresión de que volvemos cada cierto tiempo a fojas cero. Los problemas de un gasoducto, del uso de las aguas de algún río, de la navegación por los canales del sur, de la instalación de una fábrica en un país vecino, pueden conducir a episodios y a lenguajes de una belicosidad insólita. La batalla de la unidad fue ganada por los norteamericanos a su debido tiempo y parece que nosotros la perdemos en escaramuzas sucesivas. El militarismo, el armamentismo, son consecuencias inevitables y desgraciadas.

Mi observación de lo que ocurre en estos mismos días me hace pensar, sin embargo, que el problema de la unidad y de la fragmentación, equivalente al dilema de civilización y barbarie del siglo XIX, empieza a plantearse entre nosotros de una manera más moderna y más vigente. En una declaración de hace pocos días, provocada por el hecho de que van a cumplirse treinta años del golpe que derrocó a Salvador Allende, el general Juan Emilio Cheyre sostenía que el ejército bajo su mando no es heredero del pinochetismo, esto es, no es el ejército de una sola parte del país, sino una institución tradicional y que pertenece a todos los chilenos. No pretendía hacer un juicio del régimen militar, pero reconocía que se habían cometido atropellos a los derechos humanos que "no tienen justificación". No era poco decir. No sé si los inversionistas extranjeros o nacionales toman en cuenta estos elementos más bien intangibles, no relacionados con la economía en forma directa, pero en el mundo interconectado de hoy deberían tomarlos. Por mi lado, tuve una experiencia interesante, en cierto modo inédita, y que apuntaba en último término en el mismo sentido. Me tocó participar en una mesa redonda sobre el Chile de hoy junto a un hombre de teatro, a un poeta mapuche y otro de inspiración netamente europea, y a dos hombres de ciencia destacados. Uno de los factores más sorprendentes de la sesión fue el público. Debajo de una carpa provisoria se agolpaban no menos de dos mil cabezas atentas, apasionadas, de todas las edades y de los sectores más diferentes: gente que había bajado de los cerros de Valparaíso, residentes del plano y de Viña del Mar, turistas de paso, profesionales, profesores, estudiantes. Pronto dio la impresión de que la mesa se dividía entre optimistas y pesimistas y de que la misma división se extendía al público, pero se notó hacia el final del debate que los optimistas lo eran en forma reservada, cautelosa, y que los pesimistas habían llegado hasta ahí porque conservaban alguna esperanza, porque sentían que no todo estaba perdido. Tanto la composición de la mesa como la del masivo auditorio dejaban en evidencia que había dos países dentro del país, dos Chiles, pero que había una conciencia y, a pesar de todo, unos vínculos en germen, unos intentos de comunicación que antes no existían.

Las primeras noticias del nuevo Gobierno brasileño me indican, por su lado, que Lula se ha metido de entrada y de cabeza en uno de los problemas decisivos de su país: el del federalismo, el del nacionalismo de los Estados frente al poder central. En otras palabras, también, desde la perspectiva suya, le ha tocado enfocar este problema de la fragmentación, de la unidad real y todavía no conquistada, nudo gordiano de la política de Brasil y de toda América Latina. Desde luego, no habrá bases económicas sanas, aceptables, equilibradas, en Brasil o en Argentina, países de enorme territorio y de constituciones federales, mientras los Gobiernos de los Estados, por demagogia, por politiquería, por lo que sea, no respeten los grandes diseños económicos del Gobierno central. Es una de las claves, no siempre analizada en forma lúcida, de la crisis crónica de los últimos años. Ya sabemos, por ejemplo, que el retraso en el pago de su deuda a Brasilia por el Estado de Minas Gerais y la así llamada "disidencia" de su gobernador produjo un descalabro de la economía brasileña a finales de la década de los noventa. Fernando Henrique Cardoso enfrentó esa crisis con normas de austeridad estricta, por medio de una Ley deResponsabilidad Fiscal. El nuevo Gobierno de Luiz Inácio da Silva está dando señales claras de que va a seguir la misma línea. Esto demuestra que el Partido de los Trabajadores, por lo menos en los últimos años, elaboró un pensamiento político serio, fenómeno que no se nota todavía en la Argentina de hoy y mucho menos en la Venezuela de Chávez. Pero Lula, sin descartar esta notoria continuidad con respecto al Gobierno anterior, agrega un elemento nuevo, simple y a la vez de fondo. La lucha contra el hambre, nos dice a su modo, también es una lucha por la unidad del país. No puede haber una república cohesionada, con Estados federales, si se quiere, pero donde todos siguen una orientación política central, cuando hay millones de personas colocadas debajo de los niveles mínimos de subsistencia. Admitir esto sería admitir la existencia de dos países. Sería aceptar en otra forma y con escandalosa injusticia el gran lastre histórico de la fragmentación.

Hemos vuelto entonces, en último término, al tema de la batalla hasta ahora perdida por la unidad, el contraste esencial entre la América anglosajona y la de origen ibérico e indígena. Todos los conflictos regresan, y las viejas palabras de Sarmiento, de Rubén Darío, de Gabriela Mistral, que olvidamos con suma facilidad, siguen siendo de una actualidad rabiosa. El problema decisivo, como siempre, es un problema de cultura. Si el Gobierno de Lula consigue afirmar las prerrogativas del poder central frente a los nacionalismos regionales, a los particularismos y a la demagogia, se podrá esperar un progreso real en la región. Faltaría que Argentina siga una línea parecida, lo cual no es poco decir ni pedir. A estas alturas, en cualquier caso, empiezo a pensar que el Gobierno transitorio de Duhalde ha sido menos malo que el de sus antecesores inmediatos. Quedan muchas cosas por verse. De todos modos, el hecho de que Brasil decida enfocar las contradicciones del federalismo, uno de sus grandes temas no resueltos, y de que en Chile tiendan a normalizarse las relaciones entre el poder civil y el militar, son noticias positivas. El bando de los optimistas moderados, reflexivos, encuentra un buen argumento. Y los pesimistas, los de la visión negra, pueden vislumbrar, como dijo con tonos bíblicos el poeta Raúl Zurita en la mesa redonda de Valparaíso, "una desesperada esperanza". El paisaje, en resumidas cuentas, sigue lleno de nubarrones, con evidente predominio del tono gris mayor, pero hay indicios de que podría aclarar en una o en otra parte. Existe por lo menos una maduración de la conciencia, una visión más lúcida, una sensación bastante difundida de haber tocado fondo en algunos puntos críticos y de haber empezado a salir. Chile, a pesar de todos sus problemas, que en estos días parecen agudizados, ha conseguido alcanzar un ritmo de navegación estable. Lo que suceda en los próximos meses en Brasil y en Argentina será decisivo. Y una guerra en Irak, desde luego, podría tener consecuencias serias para las economías de este lado del planeta. En este último punto no podemos hacernos ilusiones de ninguna clase.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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