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Reportaje:ESCAPADAS

La esencia campestre de Flandes

El eco de Marguerite Yourcenar en territorio francés y belga

Parecía haber empezado la primavera cuando llegué al château que domina el Mont-Noir, en el Flandes francés, donde vivió Marguerite Yourcenar. Mas se trataba de una falsa impresión. El día siguiente, la lluvia y el cierzo barrían la suave colina. Al pie estaba el llano, esos campos de extraordinaria fertilidad que se tiñeron de sangre en las dos guerras mundiales. Habría de caminar en el barro, el abonado y pegajoso barro de los marjales, tan concentrado de organismos que se cebaba fatalmente en las heridas de los soldados en las trincheras.

Poco a poco iría conociendo el resto. En la parte sur de la llanura, digamos en el triángulo que forman Arras, Béthune y Douai, la región estaba plagada de minas de carbón, y ahora, de gentes sin trabajo. Hacia el oeste, Flandes se disuelve en el mar del Norte, desde la bella ciudadela de Boulogne-sur-Mer hasta más allá de Ostende y su playa de los pobres, pasando por el ajetreo portuario de Calais y las dunas de Dunkerque. Y hacia el norte y el este, Flandes comprende las "ciudades ilusorias" del poeta flamenco Emil Verhaeren -Ypres, Brujas, Gante, Courtrai- y se introduce en la espalda de Valonia y de Zelanda.

Más información
Una 'birra' en Flandes

Sólo desde los montes se adquiere conciencia de la llanura. Por eso el bisabuelo de Yourcenar construyó un château de ladrillo rojo en el Mont-Noir, a dos pasos de la frontera belga, que dominaba la apacible villa de Bailleul y los pueblos de Saint-Jans-Cappel, Caestre y Meteren. La autora de Memorias de Adriano conoció allí días de verdor y nutrientes olores del campo, de silencio y nubes pasajeras. Allí se cargó de inspiración, en esa casa se convirtió en escritora.

El pueblo de Gargantúa

Y allí estaba yo, y otros tres escritores venidos de diferentes puntos de Europa, ocupando una ventana en la antigua atalaya de Yourcenar. Debido a los bombardeos de 1916 no quedó ni uno de los abetos negros que daban nombre a uno de los pulmones del plat pays. El monte tiene ahora un bosque recorrido de senderos, un parque en el que florecen los jacintos y los rododendros, y en su falda hay estanques, granjas y una calle fronteriza que los domingos se llena de animación. Búnkeres, campos de patatas y una lujuriante naturaleza rodean la villa de Bailleul, punto de partida de hermosas excursiones que revelan la esencia campestre de Flandes, tan familiar a lo español por multitud de legados arquitectónicos y genéticos, y en realidad tan desconocida por nosotros.

Flandes no existe como país, pero está vivo como pueblo, como poderoso paisaje, como estado de la mente. Un pueblo de gentes trabajadoras y generosas que conserva su lengua propia, y que ha logrado reconstruir obstinadamente sus señas de identidad, pisoteadas por las guerras. Los perfiles de sus villas resultan chocantes para un español. Dos puntas se destacan contra el cielo: el Ayuntamiento y la iglesia. No es raro que ese duelo en el aire se resuelva a favor del primero por unas cuantas cabezas de diferencia, como en Bailleul, el pueblo de Gargantúa. En la escalinata del edificio municipal - de estilo escorial, como tantos monumentos civiles de Flandes- se aposentan los dos gigantes de Rabelais asando cerdos y pollos. Gargantúa mantiene bien a la vista sus enormes testículos, aunque no hay manera de encontrar su miembro viril, emboscado en los pliegues de la abultada tripa que amenaza con desparramarse por las escaleras.

Fumadores de bruma

Fueron meses de lujoso encierro los que pasé en Flandes, pero también de largos paseos a pie o en bicicleta, de excursiones con mis compañeros para conocer y tocar ese precioso, invisible país. El lunes de Pascua, día de carnaval, las calles del Mont-Cassel estaban envueltas por una fina cortina de niebla húmeda. "Las gentes de aquí, bebedores de lluvia, / lamedores de viento, fumadores de bruma", dicen los versos de Verhaeren. La juerga había comenzado a las doce de la mañana y se prolongaría hasta medianoche. Los gigantes y los cabezudos desfilaban por las calles sin descanso. Bandas de música y rollizas majorettes atronaban la empinada ciudadela. En las mansardas de las casas había niños asomados. Eran como esos personajes de Brueghel o de Teniers que muestran sus rostros burlones al espectador, saliendo del cuadro.

El Mont-des-Cats, a escasos kilómetros del Mont-Noir, alberga una abadía cisterciense con dos torres cilíndricas acabadas en conos de color rojo. Desde ahí se pueden recorrer las suaves ondulaciones de la llanura que jalonan pueblos de sabor flamenco, como Boeschepe, Steewoorde y Wornhout, y seguir después hasta Ypres. Esta ciudad, reconstruida hasta los cimientos, posee una armoniosa plaza y un museo que deja huella, In Flanders Fields. Alrededor de Ypres, en cada cruce de caminos hay un cementerio militar con lápidas de piedra blanca. Desde Poperinge, que fue la villa ideal para los aliados hasta que se convirtió en un infierno, al Mont Kemmel, donde Louis-Ferdinand Céline fue herido y en cuyo escenario transcurre Viaje al fin de la noche, conté más de un centenar de esos cementerios pulcros en los que crece un césped fino, inglés.

Kemmel tiene uno de los estaminets, o pequeñas ventas, más originales. Junto a juegos de la oca del Congo belga y de Tintín hay cientos de imágenes religiosas. Las gentes del norte, y los flamencos en particular, son muy devotas. En las fachadas de algunas granjas cuelgan grandes crucifijos, y en los jardines de las casas no es raro ver grutas con vírgenes guardadas por los inefables enanos. Flandes siempre conservó la religión católica, pues así mantenía Francia a los flamencos fuera de la órbita protestante holandesa.

Impresionismo

Lille, la capital del norte de Francia, es la puerta de Flandes por el sur, del mismo modo que Amberes lo es por el norte. Se trata de una ciudad crecida sobre la riqueza de la cuenca minera, cuna del orgulloso De Gaulle, un hombre de corazón flamenco. El encanto de Lille se respira en la parte antigua, un dédalo de calles rojas; en Wazemes, el barrio popular, y en la ciudadela, rasgo común a todas las villas fortificadas de Flandes, desde Saint-Omer hasta Calais.

A medida que iba conociendo las diversas caras de Flandes, muchos rincones me producían la impresión de haberlos visto en museos y reproducidos por doquier en láminas y calendarios. Esas estampas de llanura y brumosas marinas se llegaron a imponer a la moda paisajista europea con mayor fuerza que Italia. Turner pintó la luz de Calais, y luego empezó a extenderse por la zona un tropel de buenos paisajistas ingleses. Sus vistas del Flandes costero fijaron la mirada y las técnicas que luego adoptaría el impresionismo. Hasta llegar a Henri Matisse. Resulta paradójico que este hombre del norte, de Cambrai, se convirtiera en el gran pintor del sur. Ya en sus primeros paisajes, el aparente estilo frío de Matisse entroncaba con la tradición emocional y estética de Flandes. El fauvismo, el color de la alegría de vivir, nació en Bohain, donde el pintor se refugió desengañado de París.

Al abandonar el Mont-Noir a principios de julio -el Grand Bois crepitaba de insectos, los campos que yo había visto anegados lanzaban gritos de júbilo, los cielos se extendían sin límites- pensé que cuando Matisse pintaba el lujo, la calma y la voluptuosidad del sur (Niza, Marruecos, Tahití), en realidad estaba pintando el alma de Flandes. El lujo de sus ciudades dormidas, la calma industriosa de su llanura, la tierna voluptuosidad de sus mujeres. Todo aquello que yo había visto y sentido gracias a Marguerite Yourcenar.

Construcciones de fachada escalonada en Gante, una de las ciudades del Flandes belga.
Construcciones de fachada escalonada en Gante, una de las ciudades del Flandes belga.

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir

- Air France (901 11 22 66; www.airfrance.es). Hasta el 27 de marzo, vuelos de ida y vuelta a París por 199 euros, más tasas; vuelos a Lille por 320 euros, tasas incluidas.

- Iberia (902 400 500; www.iberia.es). Vuelos de ida y vuelta a Bruselas desde 105 euros, y a París, desde 172 euros. Ambos, más tasas.

Dormir y comer

- Hotel de France (00 33 320 57 14 78). 10, Rue de Béthune. Lille. 38 euros.

- Hotel Le Grand (00 33 320 06 31 57). 51, Rue Faidherbe. Lille. 63 euros.

- Central de reservas hoteleras en Bélgica (00 32 2 513 74 84; www.hotels.be). En Francia (906 34 36 38; www.franceguide.com).

- Braserie Aux Moules (00 33 320 57 12 46). 34, Rue de Béthune. Lille. El sitio para comer mejillones. Menos de 10 euros.

- La Taverne du Passage (00 32 2 512 37 32). 30 Galerie de la Reine. Bruselas. Tradicional. Unos 18 euros.

Información

- Turismo de Bruselas (00 32 2 513 89 40). www.opt.be.

- Turismo de Lille (00 33 320 21 94 21). www.lille.cci.fr/tourisme.

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