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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Max Bilbao

Hace mucho tiempo que me tenía intrigada. Así que me puse a investigar. Discretamente. No quería molestarle. Al fin y al cabo quién soy yo: apenas alguien que le admira desde abajo.

Empecé hablando con los que habían escrito sobre él, con quien le había dibujado. Revisé una y otra vez sus películas buscando una clave. ¿Cómo era él en realidad? O, aún más ¿era él alguien en realidad? Porque al menos yo sé quién soy. Ahora tecleo, luego existo. Pero él, que no teclea, ni chismorrea en el cuarto de la fotocopiadora; y parece que vive siempre al borde de la nada...

Mis investigaciones me condujeron a Berlín, donde fue visto por primera vez a finales de los años veinte. Tiempos de cambios en Alemania. Max paseaba a menudo por los alrededores de Friedrichtadt Palast, era asiduo a los espectáculos del café Zelte a la orilla del Spree, hablaba poco y observaba lo que sucedía a su alrededor. No sabemos mucho de él; ni siquiera con exactitud su nombre. Probablemente era Max, por su origen berlinés. Por lo general nadie se fijaba en él.

Su principal virtud es que él nunca mira hacia otro lado. Su mera presencia resulta provocativa
Nunca estaremos seguros de que no esté tomando nota de nuestro propio desfallecimiento ético

Era un hombre gris con una gabardina y un sombrero nada atildados. Pronto desapareció de Alemania o más bien se esfumó. Sobrevivió a la guerra porque, años después, se le vio trabajando como extra en el cine, en Las alas del deseo, que aquí se estrenó como El cielo sobre Berlín. De ahí surgió la idea, probablemente falsa, de que Max sea un ángel. La típica confusión entre actor y personaje. Pero quién ha visto a un ángel deprimido. En cambio, Max... ¿Acaso se le ha visto alguna vez alegre?

En los años setenta anduvo deambulando por Bilbao y a falta de otra identidad empezó a conocérsele como Max Bilbao. Le hicieron un dibujo, o varios (nunca fotos), pero sus apariciones eran siempre fugaces. Lo propio de Max es desaparecer, aunque a veces, desvanecerse le cuesta tanto esfuerzo como permanecer visible. En los intervalos, observa.

Su principal virtud es que él nunca mira hacia otro lado. Su mera presencia resulta por tanto provocativa. Hace poco, en una calle de Donostia, unas mujeres muy de la tierra le increparon con un insulto también típico de la tierra (le llamaron txakurra). Es que su condición de observador resulta insoportable para quien no desea ver y para quien no desea ser visto mientras vuelve la cabeza.

Si hay algo más temible que ver, es que te estén viendo. Sobre todo cuando tú no quieres ver. Ya sé que mucha gente en la televisión goza con que le miren. Pero creo que lo hacen para aparentar que existen. Por eso Max es un testigo tan indeseable. Nunca estaremos seguros de que no esté tomando nota de nuestro propio desfallecimiento ético, de nuestra mentira. Y que alguien algún día nos haga memoria de todo lo que no hemos hecho ni hemos sido. Testigo indeseable y extranjero. Ya lo fue en el Berlín protonazi. Entonces, si un alemán le veía, pensaba que Max era judío. Y si se fijaba en él un judío, se alejaba en seguida temeroso de que fuese policía. Extraño en ambos casos. Peligroso. Y vuelve a serlo ahora en Bilbao, en Donostia. Allá donde vaya. Ese extranjero con gabardina y sombrero un tanto ajados que nos mira con expresión de permanente tristeza.

A menudo he querido entablar conversación con él, sobre todo desde que volvió a aparecer en las viñetas que se editan aquí arriba en esta página. Por eso, cada vez que me acerco por la redacción de mi periódico pregunto: -"¿No andará por aquí Max Bilbao?" Pero nunca está. Aunque en una ocasión me contestaron: -"Justo hace un momento acaba de salir. Te lo habrás cruzado en la escalera".

Te cruzas con tanta gente en la escalera... Y Max, salvo cuando se cala el sombrero, no llama la atención. Pero quizás sólo era una broma de mis compañeros. Quizás también Max pregunta alguna vez por mí y en la redacción le contestan: -"Te la habrás cruzado en la escalera". Acaso Max no exista. Quizás sea sólo un ectoplasma de nuestras propias miradas perdidas, que más tarde o más temprano nos devuelve el mar.

Ahora que hemos aprendido que el mar nos lo devuelve todo, incluso aquello que arrastramos mar adentro, más allá del quinto pino. Y especialmente y sobre todo, aquello que no queremos ver. En la Alemania de los treinta el nazismo que los respetables alemanes no querían ver, les fue devuelto por el mar años después. Y, ahora, a algunos judíos el mar les ha devuelto el oscuro alemán que llevaban dentro.

Probablemente algo tuvo que ver en eso Max Bilbao, él que lo había observado todo. Sería, digo yo, como un condensador, que se fue cargando hasta que un día, una noche más bien, lo invisible se hizo visible en un crujido resplandeciente.

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