Bajo el signo de lo penal
Desde que el Prestige acabó con el mito de la eficacia del Gobierno, la política del PP se mide por años de cárcel. El PP ha decidido sacar la espada, y desde las navidades sus iniciativas políticas pasan por el endurecimiento de la legislación penal. En esta necesidad de demostrar quién manda aquí hay una dosis de hispánica tradición machista y otra de posmoderna educación en dirección de empresas. La verdadera autoridad, sin embargo, es algo mucho más sutil.
Recupera el PP la vieja idea del Estado represor, como si diera la razón a aquellos discursos que afirman el carácter siempre negativo del poder. La interpretación que el PP hace del sacrosanto principio "menos Estados, más sociedad" es, por lo que se ve, un Estado centrado en la función punitiva. Debe de ser el nuevo viaje el centro del Partido Popular. Al centro penitenciario.
El PP ha hecho en Barcelona una Convención sobre la Inmigración, y, conforme a sus propuestas de las últimas semanas, ha puesto su política de inmigración bajo el signo de la penal. Más expulsiones de inmigrantes, más penas para los que trafiquen con ellos, nuevas tipificaciones penales. Me parece muy bien que las mafias que especulan con personas sean duramente castigadas y me parece muy bien que no se admita la ridícula coartada de la tradición cultural ante crímenes como la ablación de clítoris. Pero lo que es inadmisible es colocar un asunto tan delicado como el de la inmigración bajo el signo de la penalización, y regalar los oídos de la gente con la secuencia terrorismo, delincuencia callejera, inmigración, que es el mensaje que el PP ha conjugado con sus escalonadas iniciativas de rearme represivo. "Es lo que la gente quiere", dirán los dirigentes populares. Siempre me ha parecido una falta de respeto atribuirse la interpretación de lo que la gente quiere. En cualquier caso, lo que la gente quiere también es función de lo que se le propone, y de lo que se quiere que quiera. Con los potentes amplificadores que tiene el discurso gubernamental, si se presenta sistemáticamente la inmigración como una estricta cuestión de policía y de derecho penal, es difícil que la ciudadanía cuando vea un inmigrante no lo asocie inmediatamente a delincuencia. Estimulando de este modo las pulsiones de rechazo al Otro, lo único que consigue el Gobierno es agrandar los problemas de marginación de la inmigración y dificultar su normal incorporación a la sociedad. Es triste que el Gobierno especule con la idea de que alimentar las relaciones paranoicas contra los que vienen de fuera le beneficia.
Una política de inmigración estrictamente penal es un error y una falsificación de la realidad. El Gobierno sabe que la inmensa mayoría de los inmigrantes vienen a trabajar, y vienen porque saben que hay trabajo para ellos. Una prueba de ello es que, como es lógico, la tasa de ocupación de los inmigrantes es más alta que la de los españoles. Viene gente en edad de trabajar, pocos niños y pocos ancianos. Si no hubiera trabajo, no lo duden, en poco tiempo dejarían de venir. La inmigración no es ningún capricho. Algunos inmigrantes entran legalmente, otros no. La cuestión de la legalidad, gracias a la legislación del PP, es absurdamente complicada, lo cual no facilita en nada la legalización por la vía laboral. Hay muchas empresas que quieren contratar inmigrantes y no pueden por los obstáculos legales. Simplificar estos procedimientos resolvería muchos problemas: pero el Gobierno desde el primer momento optó por la vía policial y no por la política.
Entre los que llegan hay gente que queda en la marginación, que siempre es un caldo de cultivo para la delincuencia. Pero los dos focos importantes de delincuencia en relación con la inmigración, son las mafias que explotan a los inmigrantes -y que la mayoría de las veces están formadas por españoles- y la delincuencia criminal organizada que se ha introducido proveniente de diversos países, especialmente del naufragio del universo soviético. Estas últimas son bandas criminales que actúan en diversos países y que nada tienen que ver con la inmigración como fenómeno social y laboral. Han crecido, y se han convertido en un serio problema, por su violencia y agresividad. Hace tiempo que se había advertido de ello y el Gobierno miraba a otra parte, porque le parecía una delincuencia circunscrita a sectores muy concretos con poca repercusión social. Sin embargo, el número de homicidios en Madrid, por ejemplo, ha crecido sensiblemente por esta razón. En fin, queda la cuestión de las mafias económicas extranjeras, que el Gobierno creyó que habían escogido España simplemente como territorio de vacaciones y dejó hacer, y ahora las tiene dentro, sin control alguno.
Esta lista de tipos delictivos es muy concreta, y en varios casos poco tiene que ver con el fenómeno migratorio en sí. Lo que la cuestión de la inmigración requiere es política; es decir, una concepción del Estado que no se reduzca a lo penal, y es una política que exige una gran proximidad. Sólo puede avanzarse barrio por barrio y ciudad por ciudad. Con sensibilidad para con los inmigrantes y para con los autóctonos, sabiendo que la mayoría de problemas sociales los sufren ambos, y con criterio de incorporación paulatina. Los inmigrantes no tienen ninguna vocación de ser unos extraños. Lo son si se les señala y se les margina. Esta política, que pasa por asegurar la educación de los niños, por evitar comunidades cerradas aunque en un primer momento la protección del grupo sea necesaria, por mucho diálogo y por mucha paciencia, tiene en Cataluña misma ejemplos altamente positivos, de Vic a Olot, pasando por algunos barrios del área metropolitana de Barcelona. Y requiere sobre todo muchos recursos para la política local y demagogia cero (ya sea desde el autoritarismo o desde el buenismo solidario). El Gobierno prefiere lo fácil: mano dura, porque es más barato y porque, según cree, da dividendos electorales. Repugnante.
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