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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Roger Bernat está en otro lado

Marcos Ordóñez

Uno. Uno de los hombres de teatro más apasionantes del momento actual está en Barcelona pero nunca está donde se le busca. Nombre: Roger Bernat. Edad: 34 años. Etiquetas sempiternas: enfant terrible (hasta su ingreso en el asilo), alternativo feroz. Aspecto físico: Elvis vestido por Kaurismaki. Padres espirituales (una selección): Thierry Salmon, Mickey Mouse, la facción más ácida de la Escuela de Barcelona, Johnny Rotten, Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain, la mula Francis, Peter Sloterdijk. Y Guy Debord y sus copains: el humor glacial, el descaro como método, la yuxtaposición de materiales aleatorios, la voluntad de jugar en serio, la ausencia de proclamas y la extrema seguridad en la propia poética son (¡al fin!) netamente situacionistas. Entre 1997 y 2001, Roger Bernat crea y comanda General Eléctrica, una "célula de agitación escénica" que fabrica una decena de espectáculos: 10.000 Kgs, Confort doméstico, Álbum, Verismos y Trilogía 70, entre otros. Joan Ollé les abre las puertas del Festival de Sitges, les llueven premios de la crítica y los mejores teatros de Barcelona (Mercat, Lliure, Nacional) acogen sus propuestas... hasta que la factoría echa el cierre por asfixia institucional. Giran por España, presentan Una juventud europea en La Cuarta Pared y se despiden de la afición con Que alguien me tape la boca, en el Nacional. Reflexión de Bernat tras la experiencia: "Hoy día es más fácil hacer un espectáculo con cincuenta millones que con tres. En un teatro oficial estás obligado a trabajar a lo grande y a pasar por veinte mil filtros. Al acabar Que alguien me tape la boca me dije: quiero montar piezas rápidas. Prefiero menos dinero y un trabajo continuado. Huir de la escenografía como ornamentación. Ser el técnico, el director, el actor y el que recibe a la gente. Buscar una teatralidad fresca y vital, hacer teatro en las narices del público". Va a ver a Andreu Morte, de nuevo responsable del Mercat de les Flors. Le dice: "Quiero hacer seis espectáculos; con medio millón por pieza me apaño". Así nace el ciclo Bona gent, una de las ofertas más estimulantes del pasado invierno. Hemos visto ya tres montajes, entre octubre y diciembre. Los tres siguientes llegarán entre mayo y junio, porque a mediados de marzo, Bernat se instala en el Lliure de Gràcia con Bones intencions, una adaptación, presumiblemente libérrima, del Platonov de Chéjov.

Dos. Los seis espectáculos (sobre otras tantas "imposibilidades" o preguntas sin respuesta) son "piezas de resistencia": "Pocos actores, pocos medios y voluntad de resistir". Cada función se cocina entre Bernat, Joan Navarro (actor, músico, discípulo de Layton y Pina Bausch) y un invitado más o menos anónimo, "gente generosa, dispuesta a abrir su corazón y a arriesgarse". Se parte de un tema general, se ensaya durante tres semanas, se representa unos pocos días y se pasa a la siguiente. Rubén Ametller, un joven actor catapultado a la fama por los culebrones televisivos pero persuadido de ser el Edward Norton de su generación, protagonizó la primera y más violenta entrega, De la imposibilidad de entenderse a sí mismo. Para la segunda, De la imposibilidad de concebir la propia muerte, Bernat sedujo al veteranísimo director y escenógrafo Yago Pericot ("Yago fue uno de mis mejores profesores en el Instituto del Teatro, pero sobre todo me interesaba porque ha pasado de los setenta y sigue joven. Y porque ha visto la muerte de cerca"). Un hacker informático, Pedro Soler, protagonizó la tercera, De la imposibilidad de estar en todas partes. Seguirán, en primavera, Imma Codorniu, una mujer sorda, profesora experta en signos (De la imposibilidad de hablar claro), un cantante, Santi Maravillas (De la imposibilidad de conjugar el verbo amar) y un mago uruguayo, Nicolás Acevedo, enfrentado a la imposibilidad de ser Dios.

Tres. Consecuentemente, esta nota debería llamarse De la imposibilidad de hablar de los espectáculos de Roger Bernat: hay demasiadas sugerencias, cambios de tono, fogonazos conceptuales. Teatro entendido como cuaderno de apuntes; bombardeo de memorias íntimas; cartas cruzadas; pantomimas tristísimas o salvajes. La excitación comienza unos días antes de cada función. Hay que llamar a un móvil para reservar, porque apenas caben 50 espectadores por sesión y siempre queda gente en la calle. Las Imposibilidades se presentan en el ultra-off inventando su propio circuito: locales casi secretos, espacios autogestionados de la Barcelona subterránea, según los esquemas de la "psicogeografía emocional": un plano de las líneas afectivas de la ciudad. "El público irá a barrios que no conoce y descubrirá lugares insólitos". Un lavadero reconvertido en estudio de música electrónica, un bar oculto en un segundo piso, un almacén, una sala de baile. Escenografías efímeras, cuatro focos, kilos de imaginación. No se cobra entrada: justo la cerveza. La maravillosa sensación, en estos tiempos de sobredosis informativa, de dejarte sorprender: no hay forma humana de adivinar el tono o los giros de cada espectáculo. En mitad de un monólogo sobre el fin de la individualidad, Rubén Ametller se convierte, poseído, en el esquizofrénico y ensangrentado Norton de El club de la lucha. O el viejo Yago se lanza a interpretar un tema de Parálisis Permanente justo después de narrarnos la muerte de su perro. En el pasmoso comienzo de la tercera entrega, los actores abandonan "físicamente" a su público: comienzan a sonar los móviles en la oscuridad y se crea una polifonía de voces, relatos interrumpidos, indicaciones de actos posibles; una comunidad improvisada y gozosa. He aquí un teatro vivo, diferente, que escapa (a saltos, de costado) de algunas de las trampas básicas del arte actual: la previsibilidad, la voluntad de hacer carrera, la falta de exposición, de sentido del humor, de juego, de aventura. No desatiendan la próxima llamada de Roger Bernat.

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