Una comedia demasiado ligera
El punto de arranque de esta segunda incursión cinematográfica de José Luis Acosta, activo realizador y guionista televisivo -su único crédito anterior es un thriller, Gimlet, hoy casi olvidado-, le habría gustado probablemente al mismísimo Alfred Hitchcock: dos hombres que no se conocen de nada deciden, en una noche de abandono y borrachera, seducir a la mujer del otro para, así, vengar lo que consideran sus infidelidades.
Campa por este comienzo la sombra de Extraños en un tren, pero todo se queda luego en eso: en una sombra de influencia, más que en una referencia mayor. Porque de lo que verdaderamente trata esta No dejaré que no me quieras es del viejo tema de la guerra de sexos: celos, medias verdades que se convierten en mentiras absolutas; intentos de seducción, arteras estrategias que pasan por la cama, pero que en realidad apuntan hacia una vida mejor. Todo tan viejo como el mundo.
NO DEJARÉ QUE NO ME QUIERAS
Intérpretes: Pere Ponce, Viviana Saccone, Alberto San Juan, Ana Risueño, Noelia Castaño, Martxelo Rubio, Melanie Olivares. Director: José Luis Acosta. Género: comedia. España, 2001. Duración: 100 minutos.
Con la presencia en el elenco de actores argentinos, alguno tan interesante -aunque desaprovechado- como Luis Brandoni, o tan estimulantes como Viviana Saccone y la jovencísima Noelia Castaño, el artefacto avanza con dificultades. Y lo hace mediante el expeditivo recurso de complicar la trama mucho más allá de lo sensato, aderezándola, además, con la irrupción de más personajes, algunos tan atrabiliarios como un criminal suelto (Martxelo Rubio) o una especie de mantis religiosa (Melanie Olivares) que se lía con cuanto pantalón se le pone por delante.
Estas complicaciones, no obstante, no terminan por hacer más complejas, y por ende, más apasionantes, las peripecias en que nuestros dos dudosos héroes (San Juan y Ponce: a ambos les hemos visto en faenas mejores) se meten sin cesar. O dicho de otra manera, ese proceso acumulativo termina atentando no ya contra la verosimilitud de lo narrado, algo siempre delicado en el terreno de ese género tan difícil que es la comedia, sino con la paciencia misma del espectador.
No conviene, por lo demás, complicar las cosas con lecturas, por otra parte, perfectamente legítimas, en términos de discurso patriarcal -que lo es, dicho sea de paso-: el espacio no da para más. Dejémoslo sólo en que No dejaré que no me quieras es una comedia tan lícitamente ambiciosa como desafortunada y fallida, tan descompensada en su interior como banal y pedestre en su superficie.
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