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Columna
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Relájese, por favor

Bien. Se han acabado las navidades. La gente vuelve a sus ocupaciones rutinarias. Nadie se avergüenza de ser malo. Los lunes vuelven a ser lunes, y los viernes, viernes. El Olentzero está en el zulo. La gente se muere en los hospitales. Uno roza los cuarenta, y se da cuenta de que no pasa nada. Se acabaron los villancicos, y empezó el blues diario. El hombre que pasea a su perro cojo todas las mañanas. Las estudiantes somnolientas que suicidan sus ojos aguamarina en las vías del Metro. Ese yonqui que pide unas monedas con la flauta de los cojones.

Aahhh, sí. Dulce monotonía. A la espera de una luna llena, o de una primavera, o simplemente de una mirada de deseo. A la espera de un encuentro casual, de una borrachera, de una maravillosa resaca para dos. A la espera de una noche cualquiera, de una fecha sin marcar, de un aniversario secreto que celebre que aquel día no pasó nada, que simplemente se escurrió en el tiempo como un gato en la noche. Y que, no obstante, quizás fue el día más feliz de nuestras vidas.

Ahora ni siquiera tiene usted que ser dichoso. No es obligatorio. Ahora puede ser todo lo desgraciado que quiera, sin ello le hace feliz; viva la paradoja. Y, conociendo al ser humano, es posible que ello le alegre el día, ya que se han acabado las navidades, y no tiene que pasarlo frenéticamente bien, ni sentir buenos deseos por el resto de la humanidad, ni llenarse el buche y beber hasta reventar, ni comprar regalos por sistema. Ahora es el momento de obsequiar por sorpresa y sin ninguna razón, de negar el orden neurótico de las cosas, y de festejar otras.

Pero si usted quiere seguir el orden natural de las cosas, tiene una cita con las rebajas. Si lo que desea es seguir comprando, pero con más justificación, ahora podrá hacerlo sin esa dosis de hipocresía que caracteriza a otras fechas, sencillamente porque todo está más barato. Una maniobra perfectamente estudiada para que usted y yo, animales de costumbres, sigamos consumiendo al ritmo de las estaciones. Usted y yo, que creíamos que habíamos escapado a la rueda eterna y habíamos alcanzado el nirvana.

Pero es que, claro, después de la resaca navideña hay depresión, y un clavo se quita con otro clavo. Menos mal que tras las navidades podemos disfrutar de inventos como el Día de San Valentín, el Día del Padre, el Día de la Madre, incluso de nuestro propio cumpleaños, y de otros tantos mecanismos y estrategias comerciales que nos recordarán que tenemos que consumir de acuerdo a una previsión vitalicia. Esas fechas señaladas que dirigen los latidos de nuestro corazón, las pautas de nuestro comportamiento, los altibajos de nuestro carácter, nuestros hábitos, nuestro biorritmo social. Los pasos guiados que a veces nos llevan a una existencia adocenada y triste.

No está de más reivindicar las fechas que no vienen marcadas en el calendario. Los días imprevisibles, llenos de pequeñas sorpresas, en los que no es necesario comprar, ni regalar, ni recibir, ni ser especialmente feliz. Aquellas veladas que quizás se recuerden siempre, por ninguna razón en especial.

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