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Columna
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Malditas máquinas

Muchos de nosotros seremos atrapados hoy por la nieve y pasaremos miedo. Depende de quiénes seamos, estaremos en alguna carretera, caminando por un pinar, encerrados en una casa de la sierra o comiendo en uno de esos restaurantes alpinos que hay en la cima de los puertos cuando, de repente, el piso se volverá inestable, los senderos serán interrumpidos y lo que parecía hermoso se volverá lúgubre como en ese poema de Borís Pasternak en que el autor de El doctor Zhivago está viendo desde su casa de Peredelkino una tormenta que le parecía maravillosa hasta que empieza a pensar en la muerte de la poeta suicida Marina Tsvietáieva y, a partir de ese momento, la nieve le parece una lápida, un veneno blanco que lo convierte todo en una enorme tumba.

Cuando estemos atrapados por el temporal y la nieve ya no sea dulce sino terrible, rezaremos para que vengan pronto las palas quitanieves y, cuando lo hagan, daremos gracias al ingenio humano, a su capacidad para inventar máquinas que nos salvan. O máquinas que nos curan, nos entretienen, nos llevan de un lugar a otro...

Pero el problema es cuando las máquinas, en lugar de salvarnos, nos sustituyen y en lugar de abrirnos paso nos lo cortan. No sé si nos hemos dado suficiente cuenta de esa sustitución, pero el caso es que hoy en día sales a dar una vuelta por una ciudad como Madrid y cada vez hay menos personas y más máquinas a tu alrededor, esas odiosas máquinas que te hablan, te informan de lo que vas a comprar o te dan las gracias con su voz de acero inoxidable. La máquina que te vende el billete para el autobús o el metro. La máquina que te lava el coche. La máquina que te cobra el paso por una autopista de peaje y la que te abre y cierra la valla de un aparcamiento. La máquina que te da dinero, la que te vende unas entradas para el teatro, la que te entrega una bebida, una bolsa de patatas y hasta un libro... La verdad es que, personalmente, la mayor parte de esas máquinas me producen una sensación de soledad, de aislamiento absoluto; siempre las veo como aparatos que ocupan el lugar de una persona, objetos que no comentan contigo el último partido del Real Madrid, no te preguntan qué tal las navidades o cómo les va a los niños en la escuela, ni te hablan del tiempo.

Aparte de eso, siempre que veo una de esas máquinas trabajando me imagino a una persona parada. ¿No es verdad que todos esos artilugios han echado de sus empleos a miles de personas? Las máquinas no descansan, no exigen mejoras salariales, no hacen huelgas, son mucho más cómodas que los hombres que antes te vendían el tabaco, las mujeres que te informaban al otro lado del teléfono, los operarios que te cobraban una entrada en una taquilla, contaban tu dinero o ponían gasolina a tu coche.

Por añadidura, y esto ya es el colmo, las máquinas no solamente han sustituido a los trabajadores en nombre de la ciencia y el futuro, sino que nos ponen a los clientes a trabajar y, de vez en cuando, nos cobran dos veces cada cosa. Con respecto a lo primero, ahora vas a una gasolinera y, aunque el combustible valga igual -no hay rebajas por el autoservicio-, tú te lo pones por tu cuenta, obedeciendo órdenes al surtidor y haciéndole un negocio redondo al dueño de la estación de servicio, que ganará todo lo que gana con sus ventas más todo lo que se ahorra en sueldos.

Con respecto a lo segundo, no hay más que intentar sacar una entrada por teléfono en algunos cines para ver de qué va el timo: marcas un 902 y una voz metálica empieza a darte instrucciones interminables: si quiere tal cosa, marque uno, si quiere tal otra, marque asterisco. Otro negocio redondo: el cine te cobra el precio normal de la entrada, más un suplemento por la venta anticipada, más todo lo que te cuesta la larga llamada a través de un 902.

No sé si los sindicatos, por un lado, y, por otro, los defensores del consumidor se habrán puesto a pensar en lo que está pasando con las máquinas. ¿No debería evitarse que un montón de hierro mande otra persona al paro? ¿No deberían evitarse los engaños que algunos hacen impunemente escondidos tras las voces metálicas de esas máquinas? ¡Qué peligro!

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