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¿Doble casco o alternativa al petróleo?

El desastre ecológico y el drama social y económico causado por el hundimiento del Prestige están sacando a flote algunas evidencias, como la inseguridad en el transporte del crudo, las consecuencias de los vertidos para los ecosistemas marinos y para la población más directamente afectada, las medidas que se han tomado y las que se hubieran tenido que tomar, etcétera. Pero parece que esta catástrofe está sirviendo al mismo tiempo para pasar de puntillas sobre otras cuestiones menos inmediatamente perceptibles, aunque no menos transcendentales. Nos referimos a la necesidad de cambiar el modelo energético que está detrás de la misma, sustituyendo el petróleo y las energías de origen fósil, causantes de contaminaciones como ésta, de las emisiones de CO2 y del cambio climático, que tan dramáticas consecuencias pueden tener para el futuro del planeta, por energías renovables y limpias. ¿No sería ahora, precisamente, el momento de plantear esa cuestión de fondo para no legitimar el conjunto de contaminaciones que se derivan del petróleo por la vía de reducir los problemas que plantea a una cuestión de seguridad en el transporte?

Cierto que hay quien empieza a mirar hacia el futuro -el Gobierno y también la Comisión Europea, quizá para hacernos olvidar que no han mirado bastante por el presente y el inmediato pasado- y a pensar en medidas que impidan que esto vuelva a suceder. En el caso de que eso se consiguiera y ningún barco inseguro volviera a atracar en los puertos de la Unión Europea o a cruzar sus aguas territoriales y los vertidos, los hundimientos y las catástrofes tuvieran lugar en otras costas, ¿nos libraríamos de la mortífera contaminación? Está claro que no, como no nos habríamos librado de las mareas negras del Prestige aunque lo hubieran llevado a 500 kilómetros, porque el sistema marino es global y tarde o temprano nos llegaría. La política de la UE en este tema es localista y no asume que el medio ambiente es un asunto global. Se trata justamente de medidas políticas, es decir, de que los ciudadanos de la UE no vuelvan a tener delante de casa la bestia negra. Las medidas de imponer el doble casco y de revisiones periódicas de todos los buques no constituyen siquiera, a juicio de muchos expertos, garantía para salvaguardar el transporte.

Por supuesto, conviene encarar el largo plazo, pero con otras metas. Si queremos conservar los mares -propósito ecológico- y con ellos la pesca -propósito económico- y la calidad de las costas y el clima -propósito de calidad de vida-, los objetivos que habría que plantearse son otros que se resumen en uno: el cambio de modelo energético. El modelo actual se basa en el petróleo y sus derivados. El petróleo está localizado en ciertos puntos del planeta y desde ellos debe ser transportado a otros, con frecuencia por mar. Hay en juego un triple negocio y un triple conjunto de intereses, que a veces suelen coincidir en los mismos grupos: las compañías que extraen el petróleo, las que lo transportan y las que lo almacenan en petroleros en el mar, a veces durante semanas o meses, a la espera de ser refinado. Las tres actividades comportan un elevado consumo de energía y un elevado riesgo de contaminación, económicamente son muy rentables para algunos y ecológicamente son la ruina. Además de los intereses económicos referidos, este modelo energético ha desarrollado estrategias geopolíticas que pueden hasta ocasionar guerras para defender un modo de vida basado en el elevado consumo, del que supuestamente no podemos prescindir los países ricos.

Pero ya hay muchos expertos, políticos, ecologistas, pensadores y ciudadanos que están viendo que es posible otro modelo energético basado en energías renovables. Es decir, producir electricidad a través de la energía eólica y solar y, a partir de esa electricidad, producir hidrógeno, que sería el verdadero sustituto de las energías fósiles. La energía así producida no tendría capacidad contaminante ni del agua ni del aire, lo que supondría un gran éxito ecológico. El hecho de poderla producir en cualquier lugar ahorraría mucha energía en el transporte, pero sobre todo abriría la posibilidad de desarrollo autónomo de muchos países pobres que no disponen de petróleo, carbón o gas. La razón que se aduce para no caminar más rápidamente hacia ese objetivo es el coste superior que aún tiene la energía renovable respecto a la fósil. Pero es evidente que invirtiendo en investigación, infraestructuras y apoyo a las organizaciones y ciudadanos que opten por las energías renovables ese elevado coste disminuiría rápidamente, como se está demostrando en los últimos 20 años. Por tanto, la razón de no abandonar el modelo petrolífero no es ésa, sino los enormes intereses que se mueven en torno a una energía cuya extracción, transporte, refinado y distribución son fácilmente monopolizables, intereses que presionan sobre los estados. A lo que hay que agregar la legitimación que a todo ello da el que muchos, en los países centrales, seamos grandes consumidores de petróleo. Las empresas que controlan esta energía quieren exprimir el negocio hasta el final y aun ampliarlo, porque es un negocio muy rentable... si no se tiene en cuenta la ecología. El Prestige constituye una ocasión más, aunque debería ser la última, para tomarse en serio la recomendación del informe Brundtland (1987) de "hacer compatibles economía y ecología", que mejor sería retocar diciendo "hacer compatible la economía dentro de la ecología". No se trata de abandonar el automóvil, ni la calefacción, ni los electrodomésticos, sino simplemente cambiar la energía que mueve, calienta o ilumina. Y tampoco se trata de obtenerlo de hoy para mañana, pero si en 10 años se logra que las necesidades de petróleo se reduzcan a la mitad, también serán la mitad los petroleros que cruzarán los mares. Se habría de poder conseguir que esta marea negra, que tan directamente nos afecta, fuera uno de los últimos coletazos de un modelo económico basado en las energías fósiles.

Fausto Miguélez y Tomás García son profesores de Ciencias Políticas de la UAB.

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