Perder las formas y la compostura
CiU ha perdido la primacía en la escena política catalana que alcanzó en 1980 y afianzó en 1984. Las mayorías sucesivas -absolutas o relativas- se ampararon en algunos éxitos evidentes y en la construcción e identificación del autogobierno. Pero hoy nos situamos a pocos meses de una cita electoral y comprobamos que existe una pérdida de primacía, con desgaste lento, de largo recorrido, sin caída libre pero en cualquier caso una pérdida inexorable e irrecuperable.
No me refiero, claro está, a la hegemonía política conservada de modo precario con la inestimable e incondicional ayuda del PPC; aunque en este aspecto hoy ya nadie parece recordar, o querer recordar, la falsedad sobre la que CiU se asentó en la campaña electoral de 1999 al negar una y mil veces cualquier posibilidad de acuerdo con el PP, hecho que desmintió de forma inmediata al rubricar un pacto de investidura que además comportaba el compromiso de congelar toda veleidad reformista del marco del autogobierno.
Me refiero a la pérdida de capacidad de iniciativa política y al retroceso en el nivel y el contenido de las propuestas. Todo ello se pone de manifiesto en la precariedad y la superficialidad de las mismas que en la mayoría de los casos no resisten el contraste con la realidad que pretenden abordar. Incluso muy a menudo aparecen como propuestas suscitadas a remolque de las desgranadas con regularidad por los grupos de la oposición y, en especial, de las formuladas por la alternativa encabezada por Pasqual Maragall y el grupo parlamentario PSC-CpC.
Pero aún con anterioridad a la actual legislatura, CiU ya hipotecó su credibilidad política al abandonar la corta distancia que había caracterizado su anterior obra de gobierno y emprender una alocada carrera basada en promesas que luego la práctica política desmiente cuando no contradice. Es una consecuencia directa de la contradicción constante entre supuestas expectativas de influencia en la política española y la imperiosa necesidad de preservar en Cataluña un discurso más radical, de corte esencialista e identitario. Así se puede afirmar la plena integridad del territorio y el paisaje como símbolo de la nación y, a la vez, sin ningún rubor entregar el agua del Ebro contra la voluntad de sus gentes y de la mayoría de ciudadanos. El nacionalismo catalán conservador ha pecado siempre de una actitud ambigua de "quiero y no puedo" que acaba por no satisfacer a nadie aunque ha mantenido en vilo a todos.
No es nuevo, ni tan sólo reciente. La historia de los gobiernos de CiU está salpicada de incumplimientos y promesas frustradas, eso sí, en un crescendo imparable que hoy se hace ya insostenible. Podemos remontarnos a la investidura de 1980, cuando Pujol prometió explícitamente la tramitación de un Estatuto de Autonomía muy remozado. A remolque de dicha reforma frustrada se ha quedado en la cuneta la aprobación de una ley electoral catalana y la imprescindible y todavía pendiente descentralización de la Administración de la Generalitat que nunca acaba de llegar.
Pero estas cuestiones de marco general no deben ocultar que tienen aún mayor importancia aquellos incumplimientos que inciden directamente en la calidad de vida de los ciudadanos. Por ejemplo, Jordi Pujol reclama para sí la primacía en la reivindicación de la familia. Una y otra vez insiste en que él siempre la ha defendido mientras que otros acaban de descubrirla. Es cierto que ha manejado desde siempre el concepto de familia y la relación e interrelación entre natalidad, identidad e inmigración, pero precisamente la particularidad restrictiva de sus ideas sobre estas cuestiones es la que mantiene abierto un abismo entre las ideas y las políticas. A tenor de las iniciativas políticas, el interés de Pujol y sus gobiernos por la familia es muy reciente y además sesgado. Ni la política de guarderías, ni las ayudas directas a las familias con hijos habían despertado el más mínimo interés del Gobierno de CiU hasta que los socialistas planteamos en junio de 1998 un debate monográfico sobre la política educativa y hasta que Pasqual Maragall formuló sus propuestas sobre políticas de familia el 22 de enero de 2002.
Suenan a sarcasmo los grandes titulares de aquel debate cuando el consejero Hernández se sacó de la chistera la promesa de 30.000 plazas de guardería con el único objetivo táctico de diluir el efecto de un debate sobre la calidad de la enseñanza, la situación de la escuela pública y las consecuencias de la aplicación de la reforma. De haber existido concordancia entre las promesas y la realidad, Cataluña no habría alcanzado las bajas cotas de natalidad que hoy la caracterizan y el Gobierno catalán no estaría tirando agua al vino de aquella promesa a base de transferir la responsabilidad de la etapa de 0 a 3 años hacia otras administraciones, hacia el conjunto de la sociedad y, específicamente, hacia los ayuntamientos y las empresas.
Es más cercano todavía el fiasco de la política de vivienda evidenciado en medidas que llegan tarde y mal en los presupuestos de 2003, después de que los socialistas avanzáramos nuestra propuesta de incentivos fiscales y ayudas directas a la vivienda de alquiler y a la promoción pública de viviendas el 14 de octubre de 2002.
El caso más reciente y el más escandaloso porque encubre la máxima inoperancia del Gobierno es el referido a la cultura. El libro blanco sobre las industrias culturales llega con más de tres años de retraso respecto al Llibre blanc de la Cultura a Catalunya impulsado por el PSC en octubre de 1999. No cabe duda de que el trabajo de los profesionales merece todo nuestro respeto y atención, pero la presentación ahora del citado libro blanco no exime de responsabilidad a los gobiernos de Pujol por una política errática, anodina e inocua en materia de cultura. El vacío de capacidad innovadora clama al cielo tanto como la ausencia de voluntad de concertación al estilo de lo que en su momento pretendiera el pacto cultural. Las vacilaciones en este campo definen una falta de convicción catalanista y un instinto de pasividad destructiva que no ha llevado a peores consecuencias por el empuje de los creadores y la sociedad civil cuando ha podido librarse de las tutelas y los controles.
A unos meses de las próximas elecciones autonómicas la sociedad catalana ve cómo su Gobierno se arrastra en una sinuosa pesadez, carente de liderazgo, iniciativa y ambición, sin ideas, apesadumbrado y melancólico, sacando fuerzas como puede de un mal remedo de las ideas de otros.
La aparatosidad de las ruedas de prensa, los viajes -justificados o no-, las comparecencias, las conferencias y toda la parafernalia del poder exhibida ahora sin escrúpulos en una escalada propagandística casi impúdica no puede ocultar que aun antes del veredicto de las urnas CiU ha perdido ya la primacía. Aunque es posible que al darse cuenta de ello, y a la vista de alguno de los argumentos esgrimidos en los prontuarios de los asesores de campaña, hayan decidido también perder las formas y la compostura.
Joaquim Nadal i Farreras es portavoz del grupo parlamentario PSC-CpC.
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