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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Wittgenstein en Máncora

Mario Vargas Llosa

El Fishing Club de Cabo Blanco, en el extremo norte del Perú, que Hemingway hizo famoso en los años cincuenta cuando venía a estas costas a pescar merlines gigantes, es ahora un local en ruinas, descuajeringado y saqueado, pero Mercedes y Pablo Córdoba, que le servían los tragos, están todavía aquí, medio siglo más viejos y llenos de recuerdos y fotos que se tomaron con aquel insaciable aventurero y escribidor.

Hemingway no reconocería el mar de Cabo Blanco, ahora saturado de plataformas de pozos petroleros, aunque las olas sigan siendo tan blancas y ruidosas, el agua tan azul y las arenas tan doradas. Tampoco reconocería Máncora, unos kilómetros más al norte, que era entonces una minúscula aldea de pescadores, y es ahora un balneario de muchas playas, decenas de decenas de bungalows, hoteles, residencias, albergues, bares, pensiones, restaurantes, donde, en estas fiestas de fin de año, comparecen por millares los jóvenes de las clases medias y altas del Perú. Algunos han venido en avión, vía Tumbes o Piura, otros en camionetas y automóviles, y muchos en los ómnibus que enlazan los mil y pico de kilómetros que nos separan de Lima en una larga noche de viaje a través del desierto.

Dije jóvenes y debí decir niños, pues muchos de estas muchachas y muchachos parecen estar todavía en el colegio. Es uno de los más notables cambios entre esta generación y las anteriores: la libertad de que gozan los adolescentes. Ahora viajan solos y en patotas, chicos y chicas mezclados, y deciden sus conductas y toman iniciativas con una soberanía precoz, que sus mayores no se atreven a cuestionar, porque saben que sería inútil. Fueron los amantes del surf, los tablistas, los que crearon la Máncora actual -un ejemplo más de que los países crecen cuando el Estado duerme y la sociedad civil puede actuar sin interferencias burocráticas-, pues en estos parajes se encuentran olas para correr tan extendidas y tan grandes que no tienen nada que envidiar a las de Hawai, Australia o Tahiti. La "tabla" es uno de los símbolos identitarios de esta promoción privilegiada y hedonista, con la música trance, la indiferencia política, la falta de ideales, el sexo libre y, por supuesto, la droga. El alcohol, en cambio, no tanto; sobre todo los jóvenes que consumen "éxtasis" lo evitan, pues, por lo visto, puede producir "un mal viaje". "En las fiestas más bacanes, donde se rolea bien, sólo se toma agua y mucha", me explica un mozalbete asombrado de mi ignorancia en estos temas. Él mismo me informa que, además del "éxtasis", algo caro, la cocaína y la marihuana tienen precios muy aceptables, "al alcance de los jóvenes". Me dice también que, aunque de esos tres estimulantes hay una abundante producción nacional, es preferible comprar los productos importados "pues los nacionales suelen estar bambeados" (¡falsificados!). Habla con una naturalidad tan extraordinaria que no me atrevo a preguntarle si ha oído alguna vez decir por ahí que el consumo de estas cosas está severamente prohibido por las leyes peruanas. Se hubiera reído de mí a carcajadas, pensando que soy todavía más viejo y más tonto de lo que parezco.

No todos estos millares de adolescentes vienen a drogarse a Máncora, claro está. Muchos vienen a correr olas, a bucear, a pescar, o simplemente a bañarse y pasarla bien en estas playas paradisíacas donde cada crepúsculo es una fiesta de luces y fuegos milagrosa. Pero la droga es un ingrediente central de su cultura y no verlo, o no quererlo admitir, es jugar al avestruz y no entender a la nueva generación.

Es simpático y sano que estos jóvenes y casi niños sean tan libres, y viajen, y se acuesten y desacuesten entre ellos con una facilidad que era impensable hace veinte años. Lo de la droga, en cambio, no lo veo tan claro. Conozco demasiados casos de jóvenes destrozados por ella para aceptar la teoría de que, en la mayoría de los casos, es anodina, y, por lo demás, más benigna que el tabaco y el alcohol. En todo caso, es evidente, que aísla y sume a sus usuarios en un estado de pasividad y desinterés por el entorno que puede llamarse egoísta y destructivo, y, asimismo, que es uno de los síntomas más evidentes de la decadencia de una clase social.

Cuando yo era adolescente, muchos jóvenes privilegiados, como éstos de Máncora, que sentían, de pronto, disgusto de su medio y tomaban conciencia de la ceguera y la ineptitud de sus mayores para haber hecho del Perú un país menos injusto, sin los horrendos contrastes económicos, culturales y sociales que luce, abrazaban la revolución: se hacían marxistas, maoístas, trotskistas. Pero hoy las ideologías han caído en la bancarrota total y sus escasos supervivientes, cuando no se reciclan en la social democracia, son unas figuras anacrónicas, patéticas, que sólo despiertan compasión. ¿Qué hacen, pues, a dónde van los jovencitos de la burguesía peruana que padecen crisis de sensibilidad y se descubren inquietudes espirituales? A las organizaciones católicas integristas, que los reclutan por docenas, desde el colegio. Es otro de los impresionantes fenómenos sociales de los últimos años en el Perú: el robustecimiento de instituciones como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o el Sodalicio de la Vida Cristiana (una creación peruana), que no sólo muestran un dinamismo misionero creciente, sino que parecen haber arrinconado en iniciativas y poder, dentro de la Iglesia, a los llamados cristianos de izquierda, antaño tan influyentes. Confesaré rápidamente que la disyuntiva que se les presenta a las chicas y los chicos de la clase media peruana -el "éxtasis" o el integrismo religioso- me produce escalofríos.

¿Qué hubiera dicho de todo esto el filósofo Ludwig Wittgenstein? Me lo pregunto, en estos días de sol, mar y calor, de Máncora, mientras leo la excelente biografía que le ha dedicado Ray Monk (Anagrama), y descubro, en sus páginas, que este príncipe de la lógica y de las matemáticas debió ser una persona irresistible. Genial, sin duda, pero intratable y feroz, sobre todo con sus colegas y amigos que lo admiraban y querían, y que se desvivieron por ayudarlo, como Bertrand Russell o John Maynard Keynes. Ciertamente que él no hubiera aprobado el hedonismo, ni el materialismo, ni la frívola levedad de vida de estos jóvenes ansiosos de gozar a toda costa (y a costa de todo), ávidos de bienes materiales. No. Él pertenecía a una de las familias más ricas de

Europa y renunció a toda su cuantiosa fortuna, para vivir con austeridad monacal. Fue jardinero de conventos, trabajador industrial, mandadero de laboratorio, e intentó, seriamente, dejar su cátedra de filosofía de Cambridge para irse a trabajar como obrero mecánico en Rusia. Siempre creyó que el trabajo manual dignificaba y que, en cambio, en el quehacer intelectual, sobre todo en su versión académica, había algo irreal y, por lo tanto, despreciable. Pero, pese a estas ideas, él fue un intelectual en grado extremo y dejó una obra que sigue fermentando en los claustros universitarios de medio mundo, en tanto que esos brillantísimos alumnos de sus cursos, a los que él convencía de que renunciaran a la filosofía y se hicieran campesinos u obreros -fue el caso de su amante Francis Skinner- terminaron casi todos muy mal.

En este bellísimo lugar que es Máncora, Ludwig Wittgestein hubiera sentido repulsión, horror, rodeado de estos bellos adolescentes que cultivan sus cuerpos y son sensuales, alegres, superficiales, frívolos y que, en su gran mayoría, ni siquiera desprecian la cultura pues no se han enterado que existe. Pero tampoco hubiera aprobado esas vocaciones que despierta y aprovecha el integrismo católico, pese a la religiosidad profunda que marcó su vida, y, acaso, también su obra (él creía que sí, pero no lo aceptan los filósofos). Su cristianismo no fue nunca gregario ni institucional, sino una forja solitaria, un esfuerzo individual para reprimir en su vida todo lo que no fuera coherente con su particular tabla de valores, según la cual era preciso vivir con total sobriedad y modestia, desdeñoso del éxito, pero permitía golpear a los alumnos torpes (lo hizo, cuando era maestro de escuela en Austria) y humillar públicamente a los colegas menos talentosos que él (casi todos, a su juicio).

La biografía de Ludwig Wittgenstein me ha fascinado, pero, al mismo tiempo, me ha quitado totalmente las ganas de hacer el esfuerzo de meterle el diente al Tractatus lógico-filosófico o a las Investigaciones filosóficas. Algo parecido a lo que me ocurre con esta rutilante muchedumbre de jóvenes que han convertido el antaño pueblecito de pescadores de Máncora en una avanzada de Miami Beach o de Montego Bay: fascinantes, sí, pero qué suerte haber tenido una juventud menos dorada, más gris, más inocente y problemática.

© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003.

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