¡Vivan las cadenas!
"En la época de la Monarquía absoluta se creía en la eficacia del miedo. Gobernar atemorizando, gobernar castigando. He ahí la tentación y la tendencia acaso inexorable de todo poder fuerte". En la era de las democracias, a esa observación formulada por Francisco Tomás y Valiente habría que sumar otra: cuando sobrevienen tiempos de crisis, las medidas represivas dan votos. Ambas líneas de argumentación convergen a la hora de explicar las medidas anunciadas por José María Aznar en el orden penal, con un espectacular endurecimiento de las penas y con el anuncio de que las mismas habrían de cumplirse integralmente en los delitos de terrorismo. Lo cierto es que la conveniencia de una reforma en la legislación penal escapaba a muy pocos. Una cosa es que existiera una serie de circunstancias que permitiesen reducciones en el tiempo y alivios en la forma de cumplimiento de las penas y otra bien diferente que éstas parecieran muchas veces reproducir el espectáculo de la inflación del marco en la República de Weimar: condenas de siglos para cumplimientos efectivos mínimos. Resulta lógico que la opinión pública fuese especialmente sensible cuando por efecto de la liberación prematura un terrorista se reinsertaba, pero volviendo a la banda para cometer atentados mortales. Un reajuste en este terreno hubiese sido sólo la respuesta a las condiciones específicas de este tipo de actuación delictiva.
Ahora bien, por los datos que proporcionan Aznar y Michavila, las reformas previstas van más allá y tienen otro significado. Como ya ha sido escrito, la elevación a 40 años del tiempo de condena supone un retroceso en la tendencia a la humanización que venía caracterizando a la evolución histórica de nuestro derecho penal, siendo en la práctica una cadena perpetua encubierta. El problema no era en el tema ETA que el máximo de 30 años fuese insuficiente, sino que no se cumplía ni siquiera en los casos de los peores criminales del terror. No es, pues, una reforma inspirada en la búsqueda de la justicia para el castigo, sino en el valor del castigo mismo, creyendo que éste ejerce de por sí una acción preventiva de acuerdo con esa falsa idea de "la eficacia del miedo", propia antaño de regímenes absolutistas y hoy de mentalidades reaccionarias. Un "¡Vivan las cadenas!", en el doble sentido de visión apologética de la pena en sí misma, como la de aquel defensor de la tortura que veía en las cárceles la presencia de Dios, y de nostalgia por ese orden armónico del pasado en que regía sin límites la voluntad punitiva del poder. Las palabras de Aznar lo revelan: en contra de sus afirmaciones, lo malo es que un etarra excarcelado reincida; el hecho de que tras cumplir la pena se pasee por su pueblo sólo puede irritar a quien esté poseído de un espíritu de venganza.
La misma desviación afecta a la reducción de penas por arrepentimiento, que ahora se volverá prácticamente imposible, ya que supone una exigencia de "cooperación activa" que recuerda aquella figura del Tempranillo en el filme de Carlos Saura, obligado a ejercer de guía de la tropa real en la persecución de su antigua partida. Bien está favorecer la figura del pentito, pero sólo desde un peligroso acercamiento a la ley del Talión puede entenderse el menosprecio por Aznar del valor político de un arrepentimiento contra el que ETA viene luchando desde siempre.
Y queda la última sospecha fundada, por el momento y la forma en que se anuncia la reforma: por parte de Aznar, se trataría de dar un golpe de efecto para invertir la tendencia a la baja en las expectativas del voto del PP tras el asunto del Prestige. ¿Por qué si no anunciar las reformas prescindiendo del Pacto Antiterrorista, que hubiese sido el marco lógico de su elaboración consensuada? Los asesores de Aznar conocen bien el peso que el tema de la inseguridad tuvo, primero en el ascenso de Le Pen y en la derrota de Jospin, y ahora en la popularidad de un ministro de mano fuerte contra el delito y los inmigrantes, como es Sarkozy. Al importar el efecto Sarkozy, Aznar cobra cada vez más el aspecto de un pequeño Bush, haciendo de la ejemplaridad del castigo su baza política fundamental, y de paso logra que Zapatero se vea atrapado: o secunda el endurecimiento como subalterno suyo o se opone y lo paga en las urnas. Parece haber optado por lo primero. ¿Cree de verdad que esa propuesta va a ser eficaz, y sobre todo, que es justa? Por encima de todo, el problema no reside en las condenas a los etarras, sino en el plan Ibarretxe.
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