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Columna
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Tres siglos menos

Cataluña es un país con tres siglos menos. El desinterés que aquí existe respecto de los de número XVI, XVII y XVIII es extraordinario, y así se salta con soltura y convicción del poderío en el Mediterráneo a la Revolución Industrial, del gótico al modernismo, de Santa Maria del Mar a la Pedrera. La historia de Cataluña resulta ser, por tanto, más breve y económica. Ello otorga alegrías a los estudiantes perezosos y es atractivo para el turismo de masas, que precisa de simplificaciones y subrayados, pero quizá no sea tan bueno olvidar nuestra edad moderna, pues una sociedad es, en gran medida, lo que ha sido capaz de aprender cada día y de dejar sabido para el siguiente.

La historiografía ha tendido a considerar poco importante la aportación de los siglos XVI y XVII, llamados de la decadencia catalana. Mientras que el XVIII ha quedado marcado por lecturas del pasado en las que han contado a menudo, más que cualquier otra cosa, los diversos usos políticos de los hechos históricos. Por otro lado, se ha generalizado la idea de que estos tres siglos menguantes no supieron crear un patrimonio arquitectónico y artístico relevante, cuando en realidad lo que ocurre es que se ha sumado una gran destrucción de lo que el periodo legó, y un desinterés sorprendente por lo que ha quedado.

El resultado de todo ello es que estos tres siglos han sido utilizados, anestesiados y finalmente olvidados, y no recuperan públicamente su condición de existentes ni en los días de conmemoración. Aunque el país no cerró por depresión durante ese tiempo, la edad moderna catalana sencillamente no existe como área real de conocimiento y de interés históricos en la gran mayoría de la población. Si queda mucho por investigar, resta aún mucho más por divulgar, y abundan, en cambio, los mitos y los tópicos sobre el periodo, y se pierde la ocasión de extraer enseñanzas de estos 300 años que, aunque no conste, existieron igual que los otros.

Por mucho que los tres siglos desaparecidos no figuren en las guías y en los centenarios, aunque se piense que carecen de atractivos en las artes y en las arquitecturas, lo cierto es que ofrecen motivos de disfrute, y también temas de reflexión, como los tres que a continuación se apuntan. Primero. Respecto de la larga etapa, supuestamente oscura de los siglos XVI y XVII, ahora somos ya capaces de asumir, oficialmente, que los años que trancurren entre 1550 y 1640 resultaron de enorme importancia, pues inauguraron la modernidad en Cataluña en el sentido, al menos, de haberse creado entonces el sistema de ciudades que hemos heredado y que, con todo lo que implica en lo territorial, económico y cultural, constituye hoy en día un rasgo singular y esencial del país.

Segundo. Sobre la políticamente incómoda Barcelona de finales del siglo XVII y principios del XVIII, recordemos que fue sitiada y bombardeada en 1691 y 1697 por los franceses, en 1704 y 1705 por los ejércitos aliados en su contra, en 1706 de nuevo por aquéllos, y en 1713 y 1714 por las fuerzas de las Dos Coronas. Podemos decir, pues, que la Barcelona de esos años fue una ciudad atacada con insistencia, con miles de ciudadanos atrapados dentro de sus murallas, y maltratada por todos los ejércitos en contienda. Ello debería propiciar una reflexión que no ha de ser solamente local y política, sino también universal y sobre la condición humana, una reflexión que nos acerque al drama similar de ciudades de otras latitudes y de otros momentos históricos, incluidos los actuales.

Tercero. Si de la Guerra de Sucesión se habla bastante (a menudo con más pasión que conocimientos históricos), sobre el derribo de un gran fragmento de ciudad para construir la Ciudadela borbónica simplemente reina el olvido. Se asoló una zona de Barcelona tan grande como lo eran la Lleida, Girona o Tarragona de aquel tiempo. Una zona urbana, que contaba con una historia de cuatro siglos, y que era compleja, con barrios muy diversos, edificios notables, equipamientos importantes, vida económica muy activa... Han pasado 300 años, 100 menos de los que estuvo funcionando ese fragmento de ciudad, y poco se sabe sobre él. Resulta evidente que asolar, borrar las huellas de vida en el espacio, hacer desaparacer el espacio urbano mismo (en este caso con sus cuarenta y tantas calles y sus mil casas y solares) es la mejor manera de borrar la memoria. La memoria física de la ciudad, y la memoria de sus habitantes. Sin embargo, esa ciudad aniquilada merece tener, por muchas razones, un lugar en nuestra historia. Pero como es posible que no todo el mundo crea en el interés de aquello que, de haber subsistido la zona derribada, hubiesen dejado en ella los siglos XVI, XVII y XVIII, hay que subrayar que el área que se eliminó albergaba la intervención urbanística más notable, quizás, de toda la edad media catalana. Aunque, justo es reconocerlo, allí obras de Gaudí no había.

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En definitiva, como al lado de los temas de reflexión aquí apuntados (la economía y la ordenación del territorio, la guerra soportada por los civiles utilizados como blanco de las bombas, y la desmemoria que puede causar asolar el espacio de las ciudades) cualquier historiador del periodo podría plantear muchos otros, no estaría de más admitir que entre los siglos XV y XIX Cataluña vivió otros tres. No nos sobran tantos aprendizajes como para ir olvidándolos.

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