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Reportaje:GEORGE W. BUSH

Gobernar por instinto

Enric González

Los presidentes de Estados Unidos necesitan conectar de una forma primaria, visceral, con sus conciudadanos. Si lo consiguen, lo demás resulta secundario. Ronald Reagan caía con frecuencia en la senilidad, pero entendió que su país ardía por recuperar el optimismo. Bill Clinton era promiscuo, pero captó que las clases medias clamaban por un mayor nivel de vida. Como Reagan y Clinton, George W. Bush satisface la necesidad básica de su gente. Desde el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos tiene miedo y exige seguridad. Él la ofrece. Dispone, además, de astucia, instinto político y simpatía personal. Su popularidad se ha mantenido elevada y sólida durante todo 2002.

Dentro de un gran año para Bush, el 5 de noviembre fue el mejor día. El presidente rompió su hábito de acostarse a las diez y permaneció ante el televisor, siguiendo el goteo de los resultados electorales a través de Fox News, la cadena conservadora, su favorita. A eso de las once, cuando la victoria republicana era ya indudable, encendió un puro (algo normalmente reservado a las estancias en el rancho de Texas o en Camp David) y telefoneó a su hermano Jeb. Había mucho que celebrar. La familia y el partido mantenían el poder en el crucial Estado de Florida. Los republicanos ampliaban su mayoría en la Cámara de Representantes y recuperaban el Senado. Y Bush ganaba, por primera vez, unas elecciones nacionales. La herida abierta en noviembre de 2000, cuando obtuvo medio millón de votos menos que Al Gore, podía darse por cerrada. El presidente no figuraba entre los candidatos, pero todo el mundo le proclamó vencedor. Fue él quien protagonizó la campaña y fue él, cigarro en mano, quien más disfrutó esa noche.

El odio hacia Sadam es una de las características de la Administración. Un ejemplo: tras el 11-S, Rumsfeld ordenó que el Ejército se preparara para atacar Irak
Desde el 11 de septiembre de 2001, EE UU tiene miedo y exige seguridad. Bush la ofrece. Dispone, además, de astucia, instinto político y simpatía personal

Uno de los secretos del éxito de Bush radica en su capacidad para gobernar sin perder nunca de vista los ciclos electorales. El enfrentamiento con Irak, por ejemplo, estaba previsto desde el momento en que accedió a la Casa Blanca. El odio hacia Sadam Husein es una de las características de la Administración de Bush. Un ejemplo: pocas horas después de los atentados del 11-S, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, ordenó que el Ejército se preparara para atacar Irak. Fue casi un acto reflejo. Ya que la guerra estaba casi asegurada, ¿por qué no incluirla dentro de la campaña antiterrorista? Y, en ese caso, ¿por qué no utilizarla para asfixiar cualquier crítica de la oposición demócrata en la campaña electoral de otoño?

La estrategia bélico-electoral

La estrategia bélico-electoral del 5 de noviembre ya estaba desarrollada en junio en un disquete de ordenador que alguien encontró en un parque junto a la Casa Blanca. En el disquete, extraviado por Karl Rove, el influyente gurú político de Bush, se indicaba a todos los candidatos republicanos que rehuyeran los debates económicos y centraran sus mensajes en la guerra contra Irak, para convertir la campaña en una especie de concurso de patriotismo en el que sólo podían vencer Bush y los suyos. En aquel momento, la guerra parecía poco probable, o lejana al menos. A principios de septiembre, sin embargo, la guerra era el mensaje casi único del Gobierno. Andrew Card, el jefe de Gabinete de Bush, fue sincero cuando se le preguntó por qué el asunto había estallado a la vuelta de vacaciones: "Nadie lanza un nuevo producto en agosto", respondió.

El producto Irak se vendió de maravilla, aunque hubiera que reforzarlo con algunas falsedades. Bush afirmó, por ejemplo, que Sadam Husein disponía de aviones no tripulados capaces de atacar el territorio estadounidense en cualquier momento. Y citó un informe inexistente de la Agencia Internacional de la Energía Atómica según el cual Irak estaba a punto de disponer de armas nucleares. Pocos se lo reprocharon: en tiempo de guerra, el comandante supremo es intocable.

Son muy raros los presidentes sinceros y honestos como Harry Truman. En general, un presidente de éxito debe recurrir al maquiavelismo. John Dilulio, un demócrata colocado por Bush al frente de la Oficina de Iniciativas Basadas en la Fe (un peculiar brote de teocracia en un Estado supuestamente laico), dimitió en agosto y denunció que la Casa Blanca funcionaba bajo criterios exclusivamente electoralistas. "No hay ninguna voluntad política. Todo, y digo todo, está regido por la estrategia electoral; es el reino de Maquiavelo", declaró. Sobre Karl Rove afirmó que era "la persona más poderosa que en tiempos modernos ha ocupado un puesto de asesor junto al Despacho Oval". Poco después, Dilulio, sometido a una fortísima presión desde la Casa Blanca, explicó que sus declaraciones se habían hecho off the record y no debían haber sido publicadas.

Otro vistazo al funcionamiento interno de la presidencia de George W. Bush fue proporcionado por el periodista Bob Woodward, que accedió a las actas de las reuniones celebradas en la Casa Blanca durante la guerra de Afganistán. Su libro Bush en guerra muestra a un presidente primario y maniqueo, incapaz de captar matices y muy instintivo. El propio Bush ha reconocido muchas veces que actúa "por instinto". Rove, para la política interior, y Condoleezza Rice, asesora de seguridad nacional, para la política exterior, son los encargados de vestir con argumentos intelectuales los fogonazos de inspiración del presidente. El libro de Woodward ofreció también nuevas pruebas de la descoordinación que impera en el Gobierno de Bush. Las peleas entre el secretario de Estado, Colin Powell, y los duros Dick Cheney, vicepresidente, y Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, eran conocidas ya mucho antes de que el 11-S diera un sentido a la presidencia de George W. Bush.

Políticas incoherentes

El colapso del flanco económico, con las dimisiones forzadas del secretario del Tesoro, Paul O'Neill, y del asesor Lawrence Lindsay, fue una prueba adicional de las dificultades para elaborar políticas coherentes. La única estrategia económica de Bush es la reducción de impuestos a las rentas más altas. O'Neill, políticamente torpe, pero mucho más experto en materias fiscales y presupuestarias que cualquier otro miembro del Gobierno, era consciente de que algún día habría que pagar por el fenómeno de la conversión de un superávit de 5,6 billones de dólares en un déficit de 400.000 millones en sólo dos años, y se oponía a seguir agravando el déficit bajando impuestos. Se quejaba además, de forma casi pública, de que las instrucciones le llegaban desde el despacho de Karl Rove. Cuando Cheney le telefoneó una noche (Bush, como su padre, es incapaz de despedir a nadie) y le ordenó que escribiera una carta de dimisión, O'Neill redactó cuatro líneas malhumoradas y se fue dando un portazo, sin asistir siquiera al acto de nombramiento de su sucesor, John Snow.

Las dificultades económicas no han pasado factura, por el momento, al presidente Bush. Tal vez eso ocurra dentro de dos años, cuando se presente a la reelección. Tal vez incluso Irak, si las cosas salen mal, se convierta en un lastre. Ahora mismo, sin embargo, Bush está en la cumbre de la popularidad. Otra muestra de su habilidad política, o la de su fiel Karl Rove, que le acompaña desde que decidió aspirar al puesto de gobernador de Tejas, es la fórmula que ha encontrado para satisfacer sus impulsos ultraconservadores (y los de su partido) sin herir a la mayoría moderada de la sociedad estadounidense. Las medidas más derechistas quedan para el extranjero. No se trata sólo de la agresividad de su diplomacia o su estrategia de seguridad. La cuestión del aborto, la más conflictiva en Estados Unidos, ha sido desplazada al exterior: Bush combate la interrupción del embarazo y los anticonceptivos en todas las conferencias internacionales, y ha retirado subvenciones a organizaciones que en África o Asia recomiendan el uso del condón. Pero nunca ha tocado el tema en su propio país.

EPA

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