Del miedo al pánico
El PP empezó el año con la seguridad de que tenía garantizada su permanencia en el Gobierno tras la retirada de José María Aznar y lo está terminando con la incertidumbre de qué puede pasar en las próximas elecciones generales. Así se podría resumir políticamente lo ocurrido en 2002. Del triunfo seguro a la derrota no imposible e incluso probable. Esto es lo que explica la enorme tensión interna y la extraordinaria agresividad hacia el exterior en general. Agresividad que tiene un destinatario privilegiado en el PSOE, pero que no se practica únicamente contra dicho partido. No creo que nadie recuerde un comentario como el que el pasado martes hizo el ministro de Defensa sobre Tele 5 en un programa de radio. El PP está empezando a verle las orejas al lobo de la derrota y está empezando a sentirse aterrorizado ante la perspectiva.
El miedo a perder no es algo negativo. Al contrario. Es un elemento constitutivo de toda competición política no adulterada. Es lo que mantiene a un partido en guardia y le evita cometer errores. En buena medida lo que le ha ocurrido al PP este año es que había perdido dicho miedo. Tras la superación del susto en el otoño de 2001 del caso Gescartera y tras el congreso de elevación a los altares de José María Aznar al comienzo de 2002, la dirección del PP en general y su presidente en particular se sentían invulnerables. Tenían por delante un año tranquilo, sin consultas electorales y con la presidencia de la Unión Europea durante los seis primeros meses, con lo que se reducían las posibilidades de que la oposición se hiciera visible. El año podría acabar sin desgaste político alguno y, en consecuencia, se podría encarar el largo año electoral de la primavera de 2003 a la primavera de 2004 (municipales, autonómicas de las diez comunidades del artículo 143 de la Constitución, autonómicas catalanas, generales y autonómicas andaluzas y europeas) con la confianza razonable de que no había alternativa al Gobierno del PP.
Este estado de ánimo suele casi siempre conducir al error. Sin miedo a perder no es posible mantener una mínima sintonía con la realidad y se acaban cometiendo errores, que casi resultan inexplicables. Es lo que ocurrió con el decretazo, que ha sido, en mi opinión, el error político de más entidad que ha cometido el Gobierno del PP desde su llegada al poder, en 1996. Todavía mayor que su incalificable reacción ante el accidente del Prestige, porque fue una decisión sin condicionante exterior alguno. ¿Cómo es que a nadie en el PP y en el Gobierno se le ocurrió que la arrogancia de aprobar un decreto-ley con la finalidad de abortar una huelga general que todavía no había sido convocada, podía conducir a todo lo contrario? ¿Qué necesidad tenía el Gobierno de complicarse la vida con esa decisión en medio de la Presidencia de la Unión Europea?
Desde entonces, el Gobierno no ha dado una a derechas. Ni en el debate parlamentario sobre la cumbre de Sevilla, que se convirtió en un debate sobre la huelga general, ni en el debate sobre el estado de la nación, ni últimamente en el Prestige. Las consecuencias empiezan a hacerse visibles. Demasiado tal vez. No es el miedo razonable a perder, sino el pánico ante dicha posibilidad lo que está empezando a aflorar. Y si el miedo es positivo, el pánico no lo es. El miedo es un reflejo democrático. Se quiere ganar, pero se admite la posibilidad de que se pueda perder. El pánico puede convertirse fácilmente en un reflejo antidemocrático, en el que a medida que se ve más probable o segura la derrota menos dispuesto se está a aceptarla. Es fácil en estas circunstancias que acabe predominando el juego sucio y que se acabe poniendo en práctica una estrategia de deterioro del sistema político con tal de evitar la victoria del adversario. Me temo que en esas estamos.
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