Los hijos pelícanos
Todas las familias infelices se parecen. Acaba de estrenarse en Francia una película, Aime ton père, en la que Jacob Berger, hijo del novelista John Berger, relata el secuestro, juicio tête-à-tête e incriminación de un famoso padre escritor a manos de su hijo, aunque en la pantalla sean un padre-actor real y su también actor hijo, Gérard y Guillaume Depardieu, quienes encarnan a los personajes. Aparecen, por otro lado, en Alemania los primeros volúmenes de una nueva edición más que completa de las obras de Thomas Mann (58 tomos en total), y en ella, cartas que ponen al desnudo la furia casi infantil del autor de La montaña mágica cuando cree descubrir en una novela de su hermano Heinrich partes copiadas de su propio Tonio Kruger. Tampoco las relaciones de Thomas fueron fáciles con sus hijos, en especial con Klaus, escritor que arrastró, hasta el momento de su suicidio a los 43 años, una sombra de rivalidad y pugna con su padre, nada rara si recordamos que éste, en su novela corta Desorden y dolor precoz, pinta un personaje, Bert, crudamente modelado en Klaus, "que no domina nada ni sabe hacer nada y no piensa más que en hacerse el gracioso, ¡cuando lo más probable es que ni siquiera tenga talento para eso!". Hay quien afirma, por otro lado, que el suicidio en 1977 del hijo menor, Michael Mann, también reflejado de forma algo esperpéntica en esa misma novela, se debió a la lectura de los crueles comentarios sobre su nacimiento que el padre había escrito en sus diarios, dados a conocer por aquel tiempo. En España han llamado la atención últimamente los pronunciamientos de Castilla del Pino sobre las primacías del dolor, y muchos se horrorizaron al leer que la muerte trágica de dos de sus hijos le habían dolido al psiquiatra cordobés menos que un fracaso en su carrera médica.
Ama a tu padre, la película de Jacob Berger, no pasará, en mi opinión, a la historia del cine, pero resulta fascinante como documento de psicocrítica familiar y puesta al día, un tanto tremendista, de la vieja manía simbólica del ajusticiamiento del padre castrador. Se trata del segundo largometraje de su autor, quien en unas declaraciones ha dicho lo siguiente: "Escribir me exigía tal esfuerzo que acabé comprendiendo cómo superar mi hándicap familiar: tenía que hablar de él. Partir de esas cosas muy íntimas que me hacían sufrir para llegar a una forma de autenticidad". Ignoro, y quiero seguir ignorando, la verdadera realidad de las relaciones de John Berger con sus hijos, que no debieran concernirnos a los que le leemos y admiramos. Por otro lado, Jacob ha tratado en el press-book de desmarcarse de una interpretación autobiográfica de su película, cosa a la que nadie en Francia ha hecho caso, guiados los críticos y los espectadores por indicios tan evidentes (y yo diría que burdos) como el de llamar a su escritor protagonista Leo Sheperd, siendo "sheperd", claro, "pastor" en inglés, como "berger" lo es en francés. El famoso Sheperd del film vive además retirado en el campo, en la zona de los Alpes, y tiene, como John Berger, una afición por las motos (compartida, por cierto, por Gérard Depardieu, quien, en una entrevista a dúo con su hijo Guillaume en el número de noviembre de la revista Première, asume, no sé si sinceramente o para echarle un capote a su director, una afinidad personal con la película, haciendo referencia a los famosos problemas de Guillaume con las drogas y a las malas relaciones, hoy, por lo visto, apaciguadas, entre los Depardieu padre e hijo).
La historia de Ama a tu padre es simple, aunque no por eso verosímil. A Leo Sheperd le conceden el Nobel de literatura, y el escritor, que se halla en una fase de bloqueo creativo, sale en moto hacia Suecia para recibir inmediatamente el premio (sic), mientras su hijo Paul, ex drogadicto regenerado y alejado de la familia, trata de ponerse en contacto con él a través de la hermana, que vive, un tanto servilmente, al lado -y bajo el influjo- de papá. Hay un accidente de carretera en el que se da por muerto a Leo, circunstancia que aprovecha el hijo para secuestrar a su padre, al que encuentra, maltrecho pero sobreviviente, junto a la carretera. Todo esto (no vayan a creer que les estoy destripando la trama) pasa en los primeros minutos de la película, siendo el resto una road movie de amargos reproches filiales; el hijo creció ignorado por su padre (el síndrome de los celos de la máquina de escribir, conocido por muchos escritores), y cuando quiso afirmarse, la figura mayor le aplastó. Leo, por su parte, dirige a Paul acusaciones muy parecidas a las de Thomas Mann al Bert/Klaus de su relato, y en un momento de debacle familiar cerca ya de Estocolmo, las extiende, con devastadora crueldad, a la hija fiel. El final no lo cuento, pero es, narrativamente hablando, infeliz más que desgraciado.
¿Está sobrevalorada la familia? Surgida habitualmente de un fuerte sentimiento recíproco, recreada con ilusión de eternidad en la paternidad, degenerada a veces en un contrato de mantenimiento de máquinas nupciales averiadas, muy dispersa hoy en las redes del adulterio por chat, el divorcio al minuto, el intercambio de parejas y la procreación de laboratorio, la familia se está recomponiendo con imaginación, con autenticidad, con muchas trabas políticas, gracias a las parejas de hecho, los matrimonios gay, los núcleos familiares monoparentales, las adopciones de niños sin hogar y la virtual inutilidad del hombre y la mujer en el proceso tradicional de traer criaturas al mundo. Sólo la Iglesia católica de Wojtyla, el reforzado Opus Dei de san Josemaría y el Gobierno español de su homónimo -tres fuerzas que algunos días de la semana parecen una sola- siguen viendo en el antiguo régimen familiar no una prodigiosa lámpara de Aladino, sino el inmutable tarro de las esencias cristianas. ¿Se salta Aznar en sus constantes lecturas de Cernuda el poema La familia, en el que el poeta sevillano, hablando de sí mismo y los suyos, defiende con saña, cuando las familias se convierten en un "nido rígido" perpetuador de un "gesto trasmitido", una tajante e irrenunciable salida: "Fuerza de soledad, en ti pensarte vivo, / ganando tu verdad con tus errores".
No es disparatado pensar que en el futuro haya menos grandes familias impecables y más "novelas familiares" efímeras e inestables, que seguirán inspirándose en ese rasgo humano que desde Sófocles a Kafka ha enriquecido la historia del arte: la rivalidad padre / hijo, basada en el fantasma de la precedencia, en esa "angustia de las influencias" que Harold Bloom exploró literariamente en dos libros sustanciales. Quizá la más sublime y terrible tragedia familiar jamás escrita sea el Rey Lear, donde, en el célebre episodio de la tormenta que ocupa una buena parte del acto tercero, el anciano rey se culpa a sí mismo por haber engendrado a sus "hijas con pico de pelícano", evocando la antigua creencia de que las crías de este animal mataban al padre y se alimentaban de la sangre que a picotazos producían en sus madres. El dramaturgo acentúa la crueldad y el egoísmo de las dos hijas mayores y del bastardo Edmond que se alía con ellas por ambición, pero Shakespeare no sería Shakespeare si sus malvados lo fueran de una pieza; esas "pelican daughters" también están, a su siniestro modo, proclamando la sucesión natural, la voz de un deseo desordenado no sujeto al rigor del padre gigantesco y desdichado, despótico, abusivo, monstruosamente injusto.
Hijos y padres, casados de cualquier condición y sexo, solteros y huérfanos: todos nos seguiremos amando y traicionando irremediablemente, y las obras de arte, que tienen con nosotros un vínculo quizá más antiguo que el familiar, seguirán siendo el espejo de tan apasionado mundo. Por eso, al margen de la simpatía que su inmadurez filial nos despierte, los hijos pelícanos tienen que trabajarse duramente el derecho de negación y réplica a sus potentes padres, corriendo siempre el riesgo de cometer graves errores buscando su verdad. Y es que, en resumidas cuentas, la justicia poética dura más que el parentesco patriarcal.
Vicente Molina Foix es escritor.
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