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Columna
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Celebración

Rosa Montero

Según mi experiencia, los poetas suelen ser unas gentes más bien raras. Y no estoy hablando de una rareza positiva, no es que sean excelsos o egregios, unos adjetivos que los cursis acostumbran a unir a la palabra poeta, sino que a menudo son picajosos, soberbios, egocéntricos, pedantes y pelmazos. El estupendo Julio Llamazares, que empezó su carrera haciendo versos, decía que se había hecho novelista para no tener que tratar con los poetas. Y no es que los novelistas seamos la recaraba; por lo general, tenemos la vanidad despellejada, dependemos demasiado de la mirada del otro y nos pirramos por los elogios hacia nuestras obras. Pero estos defectos, que los poetas a veces llevan hasta el paroxismo, en los narradores suelen estar más atemperados. Probablemente la única diferencia entre nosotros sea el eco social; a los novelistas nos leen más, y eso nos hace un poco más sanos; mientras que los poetas viven en un mundo casi marginal, y la falta de reconocimiento puede fomentar el engreimiento defensivo, la vanagloria loca.

Cuento todo esto para hablar de un poeta que, por su sencillez y su veracidad personal, no parecía poeta. Me refiero, claro está, a Pepe Hierro, ese hombre de cabeza medieval, rostro mineral y voz estropajosa. Tenía todos los premios del mundo pero no se le notaban, una actitud admirable cuya grandeza sólo es superada por la de aquel que no tiene ningún premio y tampoco se le nota, porque no se rinde a la frustración ni a la envidia. Detesto la mitificación y estoy segura de que Hierro también; por eso no voy a enhebrar aquí frases rimbombantes y a decir que fue un personaje único o un ser excepcional, porque eso no sería humano, y creo que Hierro fue, precisamente, un ser humano completo y auténtico, algo difícil de ver en estos tiempos de mezquindad, de escasa libertad interior y de venta al por menor de los menudillos de la conciencia. Y no es que no haya personas maravillosas; las hay, estoy segura, pero no suelen ser famosas ni ocupar los puestos del poder. Por eso hay que honrar la integridad y la humanidad de Pepe Hierro, y no lamentar su muerte, sino celebrar que haya vivido una vida entera y decente; y que lo haya hecho delante de nuestros ojos, y que nos sirva de aliento y referencia.

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