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La vida privada de los políticos

La marea negra que asola Galicia también ha traído hasta nuestras costas el tema de la vida privada de los políticos y el derecho de los ciudadanos a conocer a qué dedican el tiempo libre. En una sociedad democrática, los cargos públicos electos, además de estar sujetos al cumplimiento de la legalidad, son responsables políticamente ante los ciudadanos tanto por sus comportamientos públicos como privados. Parece que está suficientemente demostrado que el presidente de la Xunta de Galicia, el ministro de Medio Ambiente y el ministro de Fomento, durante los primeros días de la tragedia dedicaron parte de su tiempo libre a cazar, a pasear por Doñana o a recoger el premio Chirimoyo de Oro. Esa actitud contrasta con la que mantuvo el canciller alemán, Gerhard Schröder, durante las inundaciones que asolaron Alemania este verano o la del alcalde de Nueva York Rudolf Giuliani durante las horas y días posteriores al 11 de septiembre de 2001. Según los analistas políticos, la población alemana recompensó a Schröder ese comportamiento responsable con su voto y salió reelegido en las pasadas elecciones generales cuando todo el mundo lo dudaba, y en el caso de Gluliani, cuya reelección era imposible porque había agotado los dos mandatos, su comportamiento responsable le convirtió en uno de los políticos mejor valorados dentro y fuera de Estados Unidos, y cerró ese ciclo político con más luces que sombras.

Un punto básico -¡y obvio!- es constatar que los cargos públicos electos, al igual que el resto de los ciudadanos españoles, tienen reconocido constitucionalmente el derecho a la intimidad personal y familiar, esto es, el derecho a que nadie se entrometa ilegítimamente en su vida privada. Este reconocimiento del derecho a la intimidad, tanto a ciudadanos privados como a cargos públicos electos, supone la existencia de un principio de intimidad uniforme, ya que, en general, la intimidad merece ser protegida porque representa un valor capital. Este respeto hará que se evite el fariseísmo y la hipocresía, ya que permite la existencia de parámetros de comportamiento distintos de los que son impuestos por la moral social convencional. Un cargo público electo, al igual que un ciudadano, no tiene la obligación de llevar una vida de santidad. No debemos pensar que sólo es buen político quien lleve una vida privada seria.

El principio de intimidad uniforme no carece de límites, ya que pueden existir buenas razones para acotar la intimidad tanto de los ciudadanos como de los cargos públicos electos. La cuestión clave será cómo hacer que el principio de intimidad uniforme y las buenas razones sean compatibles. La dificultad estriba, pues, en saber cuál debe ser el ámbito de la vida de los cargos públicos electos, que es privada y no puede ser objeto de escrutinio. La determinación de este ámbito va a depender de distintos criterios que por sí mismos no proporcionan límites precisos. En cualquier caso, en un sistema democrático es importante justificar de manera suficiente los límites que marcan la frontera entre la vida pública y la privada con el fin de asegurar la existencia de ese ámbito privado que debe respetarse. Creo que, en principio y salvo buenas razones, puede afirmarse que los cargos públicos electos deben gozar de intimidad en lo tocante a su estado físico, a las relaciones con familiares y 'amigos', a las actividades realizadas en el hogar y durante su tiempo libre. En esos ámbitos no estamos legitimados a conocer nada de su vida privada. En este sentido, los paseos por Doñana, la práctica del deporte de la caza o la asistencia a la recepción de un premio no deberían importarnos lo más mínimo. El sentido de responsabilidad que debe informar la actividad de los medios de comunicación debe servir como baremo para determinar si esas informaciones tienen o no tienen que ser publicadas.

La interferencia de la actividad privada en el cumplimiento de sus deberes públicos es uno de los límites del derecho a la intimidad de los políticos. Éste es un criterio sustantivo que determina que la vida privada de un cargo público electo no debería divulgarse salvo que fuera relevante para sus deberes oficiales, o, con las palabras del profesor Dennis Thompson en La ética política y el ejercicio de cargos públicos (Gedisa), "cuando las actividades privadas se desenvuelven de tal suerte que violan o pueden violar los deberes públicos, pierden la protección que les otorga la intimidad". Este criterio muestra, en negativo, que la vida privada debe hacerse pública en el menor grado posible y, en positivo, que sólo debe hacerse pública para satisfacer determinados propósitos, especialmente el de asegurar la responsabilidad democrática y exigir la sanción política.

El desempeño de funciones públicas hace que los cargos públicos electos no puedan gozar de las mismas protecciones que los ciudadanos comunes. Su vida privada puede ser objeto de escrutinio si es incompatible con el desempeño de sus funciones. Así tenemos que, aunque no se obligue a los políticos a llevar una vida de santidad, no se les puede eximir del cumplimiento de una serie de obligaciones que sirven como elemento ejemplificador para la sociedad. En este sentido puede formularse la clásica pregunta de si sería comprensible que el máximo responsable de la lucha contra la droga fuera un consumidor habitual. Los cargos públicos electos son algo más que ciudadanos ordinarios y esto supone que la forma en que conducen su vida privada puede afectar, para bien o para mal, a la manera en que los ciudadanos conducen la suya. Entre su comportamiento privado y su función pública tiene que haber una cierta coherencia porque hay una conexión lógica entre ambos comportamientos. Por otro lado, cuanto más influyente es la posición, tanto menos protegidas están las actividades privadas. Es lógico pensar que se necesita saber más de aquellos que poseen mayor imperio sobre la ciudadanía.

Si aplicásemos este criterio sustantivo a los casos que he mencionado al principio, creo que podemos justificar que nos interese que tal cargo público se haya ido de caza, que hayan sido aireados esos asuntos y que la opinión pública española haya mostrado su repulsa ante esas noticias. Como se ha indicado, una buena razón para limitar el derecho a la intimidad es que los comportamientos privados afecten a la actividad pública, a los deberes y obligaciones de esos cargos públicos electos. En este sentido, no nos interesa si el presidente del Gobierno tiene tal o cual 'amigo', salvo si le nombra presidente de Telefónica; no nos interesa si el ministro de Fomento va a cazar o el de Medio Ambiente va a Doñana durante el fin de semana, salvo si no son capaces de renunciar a su tiempo libre cuando está ocurriendo una de las peores catástrofes ecológicas de la historia de España. Los ciudadanos de este país estamos plenamente legitimados a conocer qué hicieron durante esas horas y días, y se tienen que depurar las responsabilidades políticas, ya sea mediante el cese, la dimisión, una moción de censura o la negación del voto en las próximas elecciones. Esos actos que han interferido en el desempeño de sus deberes, que no son constitutivos de delito y por los que no cabe exigir responsabilidad jurídica, deben al menos ser objeto de escrutinio por la opinión pública y deben provocar la depuración de la responsabilidad política de los involucrados.

Creo que a la hora de exigir responsabilidades a los políticos no debemos fijarnos solamente en los resultados prácticos que pueden alcanzar como gestores de la cosa pública, sino que hay que exigirles cierta probidad en sus comportamientos. La diferencia que existe entre los cargos públicos electos y los ciudadanos justifica ciertas intromisiones porque, según Dennis Thompson, los primeros van a tomar "decisiones que influyen en la vida de los ciudadanos y éstos necesitan asegurarse de que al menos son física y mentalmente competentes; que no abusan de su poder para fines privados; que no son vulnerables a la mala influencia de otros y que persiguen políticas que aprueba la mayor parte de la ciudadanía. Su comportamiento público revela en buena medida lo que se necesita saber, pero si se les van a imputar responsabilidades por el poder que ejercen, es preciso conocer algo de su vida privada".

Miguel A. Ramiro Avilés es profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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