Una sola Europa: ¿espacio de libertades o de bienestar?
La construcción europea es el mayor experimento de ingeniería económica, política y social de nuestra época. La vieja y anquilosada Europa sigue teniendo una envidiable capacidad de innovación. Desde que en 1958 se formó el núcleo original de seis países, la Unión se ha comportado como una galaxia en expansión permanente. Hasta llegar a esta última ampliación a 10 nuevos países de Europa del Este en el horizonte de 2004 y 2 más para 2007, con el añadido de Turquía en el horizonte. La nueva ampliación a 25 o 27 miembros va a permitir la reunificación de Europa, dividida al final de la II Guerra Mundial por los Acuerdos de Yalta. Por otra parte, la ampliación a Turquía, además de favorecer el desarrollo de un islamismo democrático en ese país y en las comunidades islámicas que existen en nuestros países, tendría una ventaja adicional para todos los europeos: evitar que la Unión Europea acabe siendo una asociación sólo para cristianos, como algunos pretenden.
Los problemas que plantea la gestión administrativa y política de un conjunto cada vez más amplio y desigual de países o la babélica multiplicidad de lenguas y culturas no han sido nunca freno para esa expansión. Pero esta última ampliación, al incorporar economías con un grado de desarrollo y de bienestar muy alejado de los actuales estándares, plantea más interrogantes que las anteriores: ¿cuál es la fuerza que mueve su expansión?, ¿hay límites?, ¿cuáles serán los resultados?, ¿producirá una convergencia en los niveles de calidad de vida y bienestar de los nuevos miembros?
La expansión de la galaxia europea está movida por el deseo de los nuevos miembros de disfrutar de las grandes innovaciones europeas del siglo XX: por un lado, de la democracia política y las libertades; y, por otro, de la creación de los modernos estados de bienestar. La democracia fue el fruto de la innovación que significó la creación de los modernos partidos democristianos (que vinieron a sustituir a los viejos partidos clericales reaccionarios) y la aparición de los partidos socialdemócratas (que sustituyeron a las viejas formaciones democráticas y revolucionarias del siglo XIX). Los primeros se hicieron menos reaccionarios y más demócratas. Los segundos, más reformistas. El punto de encuentro fue la expansión de la democracia y la creación del Estado de bienestar, a mi juicio la mayor innovación política y social del siglo XX. Tengo la impresión de que la nueva Unión Europea está llamada a expandir y fortalecer ese espacio común de libertades y democracia. Pero difícilmente podrá ser instrumento para la creación de un espacio único de bienestar entre todos los ciudadanos y países que la forman. La sociedad del bienestar seguirá siendo responsabilidad de los estados nacionales.
La posibilidad de crear un modelo único de Estado de bienestar en Europa exigiría que las cuestiones relativas a la fiscalidad y las políticas sociales pasasen a ser competencia de la Unión mediante decisiones tomadas por mayoría cualificada y no por unanimidad, como sucede ahora. Sólo de esa forma se podría comenzar a hablar de un Estado de bienestar europeo. Pero el bienestar, tal como se manifiesta en los actuales mecanismos de seguridad social de las democracias avanzadas, requiere comunidades más pequeñas basadas en intereses compartidos y relaciones personales. Esta identidad común, esencial para construir un Estado de bienestar, no existe en la actual Unión.
Durante bastante tiempo los poderes europeos de la Unión se limitarán a ser poco más que los garantes de las funciones que el liberalismo clásico atribuía al Estado: garantizar la seguridad jurídica de los intercambios; la movilidad de los bienes y capitales; los principios asociados a la economía de mercado; una cierta capacidad de intervención ante grandes catástrofes, y el ejercicio de ciertas funciones de policía, justicia y política exterior. Aquellas políticas que, como la fiscalidad y la seguridad social, constituyen el núcleo de la solidaridad y la seguridad económica que los estados nacionales han ofrecido a sus ciudadanos después de la II Guerra Mundial seguirán en el ámbito de los estados nacionales.
Lo que si será la nueva Unión es un espacio para la ampliación del ejercicio del derecho a la libertad y de la libertad de movimientos de las personas. En ese sentido, esta ampliación significa cerrar un periodo restrictivo que se inició hace casi 100 años, con la I Guerra Mundial. El escritor austrohúngaro Stefan Zweig lo describe de forma muy gráfica en su biografía (El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Editorial El Acantilado) al señalar que "tal vez nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la I Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba a donde quería. No existían permisos ni autorizaciones. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada. No existían salvoconductos, ni visados ni ninguno de esos fastidios. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a transformar el mundo, y el primer fenómeno visible de esa epidemia fue la xenofobia: el odio, o por lo menos el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía". Desde este punto de vista, la Europa ampliada volverá a recrear ese espacio de libertades perdido. Esto, de por sí, constituye ya un inmenso logro.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.
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