Así nos lo han contado
Existe la convención de que el periodista es un mediador entre la realidad y sus lectores. Escribe lo que sabe sobre aquello que considera digno de ser difundido y lo cuenta porque lo ha visto o porque alguien se lo ha contado. En este caso -el más frecuente-, el periodista, además, cita sus fuentes para que el lector tenga una idea cabal de cómo se ha obtenido la información, aunque las excepciones a este principio amenazan con demasiada frecuencia la credibilidad de algunos textos.
En materia de terrorismo, rara vez hay otras fuentes que las policiales y el periodista está prácticamente atado de pies y manos frente a los relatos oficiales que se le ofrecen.
Ante acontecimientos inmediatos -atentados, detenciones-, el margen de maniobra para elaborar la información es escasísimo. A lo más se consigue el testimonio de algún testigo y poco más verdaderamente sustancioso, al margen de la información policial.
Ésta es una realidad con la que convive, pacíficamente, el periodismo de nuestro país, consciente, sin duda, de la gravedad del fenómeno terrorista y de lo que la ciudadanía se juega en este envite criminal.
Pero esa realidad no puede orillar la exigencia de que los lectores sepan qué fuentes son las que nutren la información y, por sorprendente que pueda parecer, es inexcusable que conozca los silencios oficiales.
No se trata, por supuesto, de destripar cualquier confidencia que un policía haya podido transmitir a un periodista, sino de informar al lector de que algo notorio y público no se cuenta porque no hay información de cómo ocurrió.
El martes pasado, en Collado Villalba (Madrid), dos terroristas de ETA fueron detenidos después de que uno de ellos asesinase al guardia civil Antonio Molina. Gotzon Aramburu fue capturado de inmediato, gracias a la intervención de un tercer guardia que acudió en auxilio de sus compañeros, pero el segundo terrorista, Jesús María Etxeberria, logró huir, tras secuestrar a la conductora de un vehículo que abandonó en Valladolid, hasta que fue apresado en San Sebastián.
La información que se publicó el miércoles narraba con bastantes detalles lo ocurrido en los primeros momentos, la liberación de la conductora por parte del terrorista y el hallazgo del coche en Valladolid.
Se ofrecía el nombre de los terroristas y de los guardias civiles, el por qué sospecharon del coche de los etarras, cómo habían sido heridos un guardia y un etarra, se entrecomillaba el mensaje enviado por el tercer agente que acudió al lugar y se añadía que pasaba por allí, de paisano, en compañía de su mujer, y así otra serie de datos que sólo pueden conocerse si alguien los ha contado.
Todo ello se ofreció a los lectores sin citar ni una sola vez una sola fuente. Alguien atento debió pensar que el periódico tiene poderes sobrenaturales para tener tanta información sin que nadie se la transmita.
Pero en este suceso hay un segundo aspecto, igualmente importante.
Después de comunicar la localización del coche que usó el terrorista para huir, la información daba un salto espectacular, en el tiempo y en el espacio, y los lectores pudieron saber que "antes de las 22.30, el etarra fue detenido en San Sebastián". Nada más. Idéntica información se ofreció en primera y segunda edición del periódico.
Como entre Valladolid -por donde se sabía que pasó el terrorista- y San Sebastián hay unos 350 kilómetros, y como entre el inicio de los acontecimientos y la detención de Etxeberria transcurrieron unas seis horas y media, no hace falta una imaginación desbocada para intuir que pasaron muchas cosas.
Sin embargo, los lectores sólo supieron que fue detenido sobre las diez y media de la noche en San Sebastián. Sólo supieron eso porque el periódico no tenía otros datos, pero sí la obligación de comunicarlo.
Hubiese bastado con decir que, hasta ese momento, las autoridades no habían facilitado ningún detalle de la huida, salvo que el coche usado por Etxeberria para escapar desde Collado Villalba había sido localizado en una calle de Valladolid.
Lo que no se sabe
Los lectores tienen derecho a saber, de forma explícita, ese dato, perfectamente comprensible, en la vorágine de los acontecimientos. Sólo al día siguiente, el Ministerio del Interior dio cuenta de las correrías del terrorista entre taxis y trenes, hasta que fue capturado.
El lector entenderá que el periódico, ocho o nueve horas después, no le cuente nada de lo que pudo ocurrir entre Valladolid y San Sebastián porque no lo sabe. Pero es necesario decírselo así. El buen periodismo no da nada por supuesto, ni deja que la imaginación del lector complete las lagunas de una narración. Se cuenta lo que se conoce y hay que anunciar que no es posible decir nada más porque no lo ha contado nadie de los que pueden saberlo.
Citar fuentes, sobre todo en este tipo de informaciones, es, por supuesto, una cautela ante los lectores para que sepan de quién puede partir el error. El viernes se conoció, por ejemplo, que la identidad inicial de una terrorista detenida en Francia estaba equivocada o que las autoridades francesas negaban el descubrimiento de un zulo anunciado por las españolas.
Pero, sobre todo, citar fuentes es una exigencia ética, para que los lectores no lean un texto como si se tratase de una novela hilvanada por el periodista.
Casi todos los datos de cualquier suceso terrorista se conocen porque los transmite una fuente oficial. Rara vez el periodista puede aportar algo propio. Es imprescindible que el lector sepa, en todo momento, que las cosas se cuentan así porque al periodista así se las han contado.
Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o telefonearle al número 913 377 836.
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