Guardianes de los templos
El súbito interés hacia el islam provocado por la brutal aparición pública de la red terrorista de Al Qaeda podría estar contribuyendo a difuminar el auténtico perfil del debate intelectual que se desarrolla desde hace una década, y que poco o nada tiene que ver con los pormenores teológicos o rituales del credo de Mahoma. En realidad, la preocupación a la que responden los centenares, tal vez miles de obras aparecidas en los alrededores del 11 de septiembre y dedicadas a elucubrar sobre la fe musulmana es la de llenar el vacío en el que se tradujo el final de la guerra fría: la ausencia de categorías conceptuales desde las que interpretar la realidad internacional una vez desaparecidas las de Este y Oeste. Por esta razón, el islam del que se suele hablar hoy no se concibe como una simple religión, como una creencia trascendente similar a cualquier otra. Antes por el contrario, se contempla como un vasto espacio geográfico y humano, a veces coincidente con una civilización y a veces con un fantasmagórico actor estratégico, destinado a ocupar el lugar del enemigo.
Esta metamorfosis de la última revelación monoteísta ha servido, entre otras cosas, para poner al día una larga e inquietante tradición, empeñada en explicar la complejidad del devenir humano a partir de una causa única, de un único principio en torno al cual se hace girar la totalidad de los conflictos de intereses. Lejos de representar una radical novedad en el análisis de los problemas políticos, los pronósticos de Huntington, acerca de una eventual confrontación entre Occidente y el islam, pertenecen a la misma familia que los que, desde el marxismo, explicaban la historia como una lucha de clases o, desde Gobineau y la reelaboración de sus teorías por el poder nazi, la entendieron como una pugna entre razas. Si, en el primer caso, afirmar la vinculación de un individuo con la burguesía o el proletariado entrañaba mucho más que una alusión a sus condiciones materiales de vida, en el segundo, subrayar su pertenencia a los arios o a los semitas equivalía a pronunciarse sobre algo muy diferente de sus supuestos rasgos genéticos. La razón que estaba detrás de esta hipertrofia del referente es que clase y raza eran abstracciones que no evocaban un rasgo aislado y concreto, sino entes de razón a partir de los cuales se deducía la totalidad de las acciones de los individuos.
El último trabajo de Bernard Lewis, ¿Qué ha fallado?, constituye tal vez el mejor ejemplo de una de las actitudes adoptadas por los investigadores e intelectuales frente a la pretensión de transformar el islam en algo diferente de un simple credo, siguiendo para ello una pauta semejante a la que se empleó en el pasado con las ideas de clase o de raza. Lewis pone su portentosa erudición a disposición del objetivo de demostrar que la religión musulmana es mucho más que una religión y que, por tanto, el propósito de convertirla en una categoría conceptual útil para explicar la realidad internacional contemporánea no es sólo legítimo, sino que viene además avalado por una larga secuencia histórica. Con el pretexto de indagar en las causas por las que Oriente quedó rezagado respecto de Occidente a partir del siglo XVIII, Lewis va consolidando, como en escorzo, una sucesión de ideas y prejuicios que nada tienen que ver con la búsqueda declarada de su ensayo.
Así, se puede dudar de que,
como sostiene Lewis, las raíces del atraso que padece el mundo árabe y musulmán se encuentren en el desinterés por las lenguas extranjeras durante el Imperio otomano o en la ausencia de embajadas estables que sirvieran para observar y tomar nota de los cambios que tenían lugar en la Europa ilustrada; ello no impide, sino todo lo contrario, que al concentrar la atención sobre estos extremos se acabe perdiendo de vista que lo que con ellos se afirma es sobre todo la convicción de que, en efecto, existen desde hace siglos un Oriente y un Occidente siempre enfrentados y siempre idénticos a sí mismos. A partir de este sobreentendido, Lewis no hace otra cosa que recurrir a los mecanismos habituales en los relatos esencialistas del pasado. Mecanismos como los de exacerbar los contrastes entre un campo y otro, aunque para eso deba convertir en característica exótica lo que no es sino un rasgo compartido. "Según la ley musulmana", dice Lewis a este respecto, "un hombre o una mujer tiene muy poco poder discrecional para repartir sus bienes entre sus herederos". ¿Pero acaso es distinto en el derecho sucesorio romano, fuente de inspiración para buena parte de los ordenamientos jurídicos europeos? O mecanismos como los de subrogar unos sujetos históricos en otros, convirtiéndolos contra toda evidencia en sinónimos perfectos: "Parecía que la larga contienda entre el islam y la cristiandad", escribe Lewis, "entre los Imperios islámicos y Europa, había terminado con una victoria decisiva para Occidente". ¿Pero acaso Occidente, Europa y cristiandad se pueden considerar como una y la misma cosa? ¿Entonces la condición musulmana de una parte de España y Portugal, de Bosnia y Sicilia, no pondría en entredicho su pertenencia a Europa? ¿Y Occidente era ya Occidente cuando América aún formaba parte de las Indias?
Frente a la aproximación de Lewis y otros autores dispuestos a avalar la idea de que el islam constituye una categoría conceptual válida para interpretar la realidad internacional contemporánea, han ido surgiendo diversos trabajos que tratan de mostrar tanto la inviabilidad como los riesgos de esa construcción. Es lo que hace la tunecina Sophie Bessis con Occidente y los otros. Bessis empieza por recordar la relatividad de las fronteras tanto geográficas como culturales sobre las que se apoyan las visiones similares a las de Lewis. "Nadie en el mundo romano", escribe Bessis, "habría situado en Oriente al norte de África". Si hoy parece haber triunfado la percepción exactamente contraria, ello se debe a que "los humanistas fabricaron un pasado en gran medida imaginario, y decidieron cuáles eran sus herencias". El "mito de Occidente" se construyó, así, a través de un doble procedimiento. Por un lado, mediante la negación de "los orígenes orientales y no cristianos de la civilización europea". Por otro, "haciendo coincidir el Imperio romano y la Europa contemporánea", lo que exigía incluir retrospectivamente a las regiones del norte de Europa dentro del pasado grecolatino y, al mismo tiempo, dejar fuera de él a los territorios de África y el Oriente Próximo.
Luego de detallar los mecanismos económicos en los que se apoya la supremacía de Occidente, la expansión de una ortodoxia de gestión que garantiza su permanencia, Bessis rechaza la validez del islam como categoría conceptual para explicar la realidad internacional a partir de un segundo argumento: el de que "lo que une a todos los extremistas contemporáneos de todas las religiones con pretensiones universalistas es más importante que lo que los separa". Bessis se refiere, en concreto, a la coincidencia de unos y otros a la hora de promover "nuevas formas de inserción del campo religioso en el ámbito político", observable tanto en Oriente como en Occidente. Circunscribir este fenómeno al islam, a un islam entendido además como civilización o como fantasmagórico actor estratégico, equivale a cerrar los ojos ante la formidable dimensión del riesgo que está empezando a correr la estabilidad internacional; un riesgo que deriva del hecho de que, como sostiene Bessis, "a ambos lados del espejo, los inmortales guardianes de los templos todavía se mueven, y no han renunciado a definir lo que el mundo debe ser ni a encerrarse en sus propias concepciones".
Para minimizar su desafío, tal vez el mejor procedimiento sea el de recordarles que, en el debate intelectual de nuestro tiempo -que es en buena medida un debate político-, tan relevante como la pléyade de datos del pasado es el arsenal de categorías en el que esos datos se insertan para construir un relato. Si bien se mira, puede que no existan razones para lamentar que Occidente y el islam dejasen de formar parte de él.
Musulmanes en Europa
LA CONSIDERACIÓN del islam como una civilización o como un actor estratégico enfrentado a Occidente ha generado un inesperado problema en Europa: el de cómo tratar a los musulmanes que habitan en el interior de sus fronteras. Mientras se entendió que el islam era una religión similar a las otras, bastó con aplicar los principios de la ciudadanía y concluir que, como en el caso de las demás confesiones, la fe forma parte de una intimidad personal blindada frente a la intromisión de los poderes públicos. Los problemas derivados de la presencia masiva de inmigrantes musulmanes, por un lado, y los atentados terroristas del 11 de septiembre, por otro, han terminado por arrojar una injustificada sombra de sospecha sobre los miembros de esta comunidad, a los que progresivamente se juzga más por lo que son que por lo que hacen.
Con El islam minoritario, Tariq Ramadan se dirige a los musulmanes que habitan en Europa con el propósito de convencerlos, mediante argumentos teológicos, de que el islam es compatible con las exigencias del Estado de derecho. Retornando a las fuentes coránicas y tradicionales con una intención opuesta a la de los islamistas, Ramadan busca un fundamento religioso para la afirmación de que los musulmanes europeos se hallan "en casa propia" y, por consiguiente, están obligados por las leyes estatales. También se muestra partidario de que el islam presente en Europa se independice de las autoridades de los países de origen de los inmigrantes, algo que reclaman con insistencia escritores árabes partidarios del laicismo como Georges Corm o la propia Sophie Bessis.
Prueba de que el islam suscita reacciones en las que se pierde de vista con frecuencia la frontera entre el debate político y el teológico, algunos intelectuales europeos no musulmanes han polemizado con Ramadan, no por el contenido de sus propuestas, sino por la interpretación del texto sagrado en la que las apoya. Tratándose del islam, ¿la Europa educada en el laicismo se puebla repentinamente de teólogos?
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