Robar al ladrón
Jardiel Poncela nos presenta al ilustrador de su novela La tourné de Dios como un dibujante que ha sido capaz de sustentar sus éxitos en piernas ajenas. Ésta es la imagen más clara que tengo de Fernando Bellver (Madrid, 1954), la de alguien que avanza corriendo sobre las piernas de otros; además, se puede decir de él que es un fabulador de cuentos que no escribe, sino que dibuja, pinta y modela. En sus obras plásticas, como en los cuentos, todo es fantasía, todo es mentira. Lo importante no es la historia que nos cuenta, que suele ser disparatada, sino cómo está contada, y es aquí donde Bellver se nos presenta como un consumado maestro de la impostura.
Es frecuente en la historia del arte encontrar no sólo la cita al maestro del pasado o la continuidad compositiva de un tema que se repite en diferentes artistas sino la imitación fiel, tal como hizo Rubens con Tiziano o Goya con Velázquez, pero son también frecuentes los plagios viles, es decir, el trabajo de artistas que pretenden hacer pasar su obra por el de otro más prestigioso. La cita, la copia de un original ajeno e incluso el plagio descarado suponen siempre un reconocimiento de aquello que se toma como modelo, sin embargo, una de las estrategias artísticas de la posmodernidad ha sido lo que se ha dado en llamar eufemísticamente "apropiacionismo", es decir, el uso sin reservas de temas, imágenes, composiciones y, lo que es más sutil, estilos de otros. En este sentido, se suele insistir en que Bellver es un artista que deliberadamente carece de un "estilo", pero creo que no se trata de eso. Más bien es un artista que conoce todas las técnicas y los recursos plásticos y que es muy hábil dibujante, cualidades que le permiten imitar o, si quieren, plagiar el estilo de cualquier otro artista, sobre el que construye y desarrolla su propia fábula.
FERNANDO BELLVER
Centro Cultural Conde Duque Conde Duque, 11. Madrid Hasta el 12 de enero de 2003
Fernando Bellver, que es un gran amante de Egipto y de lo faraónico, se está comportando como aquellos saqueadores de tumbas que despojaban de sus tesoros a los momificados faraones para mostrar sus ajuares funerarios en los más prestigiosos museos del mundo, museos cuyo prestigio se basa, precisamente, en la cantidad de lo expoliado. Sin embargo, Bellver no se molesta en ir a la cantera, en levantar las pesadas piedras del pasado, sino que, rizando el rizo, roba al ladrón, imitando la imitación, haciendo así evidente el proceso de generación de imágenes de tercera mano. Frente a la copia servil (e inútil), la obra de Bellver cautiva por la carga de ironía que arrastra. Al imitar reinterpretando las obras de otros imitadores no está rindiendo un homenaje al maestro que destiló las formas o que generó un estilo (de imitación) sino poniendo en evidencia la precariedad y fragilidad sobre la que se sostiene un imaginario colectivo en el que los emblemas populares y la iconografía culta comparten alegremente la trama de un cuento en el que todos, al final, comen perdices.
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