El deseo del color
Hasta el otoño de 1953, a Fernand Léger (Argentan, 1881-Gif-sur-Yvette, 1955) se le tenía, fuera de Europa, por un pintor olvidado. Pero desde que en aquellas fechas el MOMA le dedicó una gran retrospectiva, el público norteamericano comenzó a situarle en el Parnaso de la pintura más ambiciosa, junto a Picasso, Matisse y Mondrian. Michel Seuphor no le olvidó, al afirmar que 1912 fue "quizá el año más bello en toda la historia de la pintura en Francia", el gran año del cubismo. Porque fue precisamente entre 1911 y 1913 cuando Léger pintó su obra más ferviente, llevado por su deseo de intensificar el color mediante el contraste de líneas y formas.
Detrás de ese engranaje dinámico de geometrías evanescentes estaba el deseo futurista de reflejar los aspectos del mundo moderno, para cuyo propósito Léger se había encomendado (ya desde 1906) a la magia de las campiñas provenzales que abrazaban el monte Ste. Victorie de su maestro Cézanne -"él me enseñó a amar las formas y los volúmenes, hizo que me concentrase en el dibujo que tenía que ser rígido, en absoluto sentimental", escribió- en su análisis del objeto para descubrir cómo mover ante el ojo una superficie cerrada y rotatoria. Negras líneas rectas, abocetadas, y curvas legibles se nos aparecen como una sutil vorágine en Un dans l'atelier, un papel de 1912 presente en la muestra que estos días se puede visitar en el edificio de Sert planteada como retrospectiva bajo el patrocinio de la Fundación BBVA.
FERNAND LÉGER
Fundació Miró Parc de Montjuïc, s/n Barcelona Hasta el 26 de enero de 2003
Brigitte Hedel-Samsom, directora del Musée National Fernand Léger de Biot, ha diseñado un completo recorrido de la trayectoria del autor francés, aunque desgraciadamente éste sólo nos transmita una débil impresión de sus logros frente a la tela en aquellos años tan bellos, cuando el pintor articulaba los objetos en unidades volumétricas anatómicas, encerrados en vagos márgenes en una suerte de cubismo analítico que daría paso rápidamente a la síntesis y al equilibrio decorativo que ya nunca abandonó, como se puede ver en sus creaciones en las que tiras, discos y rectángulos se recombinan en la gran superficie como en un collage (La bandera, El puente del barco y Hombres en la ciudad, de 1919). Por fin, Matisse había matado a la estrella de Cézanne (Los discos en la ciudad, 1920, Dos mujeres de pie, 1922).
Que el visitante no espere encontrar los grandes formatos que tanta intensidad mediática dan a los museos americanos que habitualmente los exhiben. Pero sí están algunas de sus mejores creaciones de los cuarenta, como el cuadro de la serie de Ciclistas y los Acróbatas y los más blandos de los Constructores (1950). Una no lamenta la poca insistencia en mostrar lo más conocido de su última etapa, cuando el pintor comienza a repetirse a sí mismo, aunque nunca aquellas formas alcanzarían la pobreza y la flacidez de las series de paisajes y bodegones de los años treinta.
En esta muestra el arte que promete Léger no está en las telas, sino en los dibujos. Ellos nos convencen de la honestidad y rigor de su búsqueda.
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