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Columna
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Ah, la Navidad

Las navidades pasadas, en mi casa, decoramos al gato. Es un gato persa, o sea que se parece un poco a un árbol de Navidad. El problema era que se estuviese quieto en un rincón del salón, mientras los juegos de bombillitas parpadeaban rítmicamente, prendidos a su cuerpo. Era el gato eléctrico de Navidad. Él no lo comprendía, se quejaba mientras paseaba por el salón arrastrando bolas y guirnaldas. A un gato no se le puede exigir que tenga espíritu navideño. Pero escuchábamos sus lastimeros maullidos como quien oyese sofisticados villancicos.

También pusimos un belén de carne picada. Los sobrinitos se encargaron de convertir a los pastorcillos en steak tartare. El perejil era el musgo que cubría el belén. Mamá dijo que cuando se acabasen las navidades, siempre podíamos hacer hamburguesas. Yo le pregunté que por qué no poníamos hamburguesas el día de Nochebuena, pero ella dijo que ya teníamos encargadas las pizzas.

Después de cenar cantamos las canciones tradicionales: In a gadda da vida, de Iron Butterfly, Isla de Encanta, de los Pixies, y God save the Queen, de los Sex Pistols, porque papá es un romántico. Fue estupendo. La abuela nos aseguró que nunca se lo había pasado tan bien en su vida, antes de arrearse un lingotazo de licor y marcharse, según dijo, a echarse una siestecita. Papá le preguntó que dónde prefería acostarse. Ella le contestó que muy lejos. Después se oyó la puerta principal, y supusimos que la abuela había salido a tomar el fresco.

Llegó la hora de los regalos. Yo había pedido un juego de joven electricista, con el que quería jugar a los electrochoques con mi hermano. Pero mi hermano no estaba muy de acuerdo, así que le di una descarga a papá, para ver si funcionaba. Por la cara que puso, creo que el aparato estaba en perfecto estado, aunque no pude jugar más a los electrochoques porque después papá se llevó la caja. Yo creo que tenía envidia y quería el juego para él solo. Mi hermano, que es muy raro, pidió una boa constrictor. Por supuesto, papá se negó, alegando que eran caras de mantener, pero le regaló a cambio una cabeza disecada de bucardo para que la pusiera en su habitación.

Por su parte, mamá le regaló a papá un secador de pelo. Papá dijo que ya no tenía pelo para secar, pero mamá insistió, afirmando categóricamente que era el mejor secador de pelo del mercado. Papá, por otro lado, le regaló a mamá un afilador automático de cuchillos. A mí me pareció un regalo estupendo, porque a mamá le gusta mucho tener todos los cuchillos afilados, "por lo que pueda pasar", según dice ella.

Después de abrir los regalos, como papá me había confiscado el juego del joven electricista, y mi hermano se había cansado de embestirnos con la cabeza de bucardo, pusimos una película que papá y mamá habían alquilado en el videoclub para que estuviésemos tranquilos aquella noche. Se trataba de La matanza de Texas. ¡Era fantástica! Había un tío enorme que se cargaba a los demás con un martillo de carnicero y una motosierra. Lo pasamos en grande.

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Eso sí, eché mucho de menos a la abuela, que siempre se va enseguida. Yo creo que no le gusta la Navidad.

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