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Columna
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De la imagen y de la proximidad

Josep Ramoneda

Aunque la imagen cada vez más patética de Joan Gaspart -otra figura triunfal de la sacrosanta sociedad civil catalana- ha arrasado en las portadas, la foto catalana de la semana está en las páginas de publicidad. Es un anuncio-invitación de Convergència i Unió para conocer "las ideas de Artur Mas y su equipo". Paso deprisa sobre los detalles técnicos que hacen merecedor de un rapapolvo al asesor de imagen de turno. El anuncio podría ser perfectamente de una agencia de seguros o incluso de una escuela de idiomas de éstas que quiebran últimamente. A Pujol le han maquillado tanto que parece que lleve una máscara puesta. La distribución de corbatas -cuatro señores la llevan puesta, tres no-, las estratégicas camisas de cuadros para que Mas y Duran parezcan jóvenes y enrollados, y las forzadas sonrisas que todos exhiben -ni uno solo ha tenido el pequeño gesto de carácter de negarse a sonreír- dan un halo de asepsia e irrealidad al cartel. Quizá de esto se trata habida cuenta de que el motivo de la convocatoria es "ampliar els horitzons del nostre país". No he entendido nunca este empeño en que los políticos aparezcan siempre sonrientes. Los ciudadanos esperan del gobernante cierta protección. Y me parece más creíble la gravedad propia del que es responsable de los problemas que tiene entre manos que esta sonrisa que forma ya parte de su atuendo, exactamente igual que estos trajes y chaquetas sin atributos precisos que casi siempre les colocan.

Pero todo eso es lo anecdótico. Lo chocante es que el presidente de la Generalitat, primera autoridad del país, que tiene por protocolo un lugar de prelación en cualquier acto o actividad que se haga en Cataluña, ocupe un papel secundario en una fotografía oficial de su coalición, de la que es también presidente, dejando el lugar de honor al conseller en cap, Artur Mas. Convergència i Unió ha roto solita el protocolo por el que tanto luchó siempre el presidente. Pujol, tan celoso defensor de los símbolos de la institución que representa, se los ha vendido por un plato de lentejas electoral. También para los nacionalistas, las urgencias electorales son más importantes que los símbolos de las instituciones patrias. Es de poder que vive el político.

En cualquier caso, con anuncios o sin anuncios, la campaña está lanzada hace tiempo, y se hará eterna porque los mensajes que un político -como todo ser humano- es capaz de emitir son limitados. Además, no pueden salirse de los raíles de lo políticamente correcto. Por tanto, se repetirán al infinito. Pero lo que más sorprende es el desajuste entre oferta y demanda (y después se extrañan de la abstención). Si usted consulta cualquiera de las muchas encuestas de opinión que se hacen en este país encontrará en todas ellas que la reforma del Estatuto y de la Constitución no están ni de lejos entre las principales preocupaciones de los catalanes, quienes, como es de sentido común, están mucho más preocupados por el trabajo, por las pensiones, por la seguridad, por la inmigración, por la vivienda, por la carestía de la vida, por la sanidad y, en determinados momentos, por el terrorismo.

Los datos están al alcance de todo el mundo. Ni siquiera hace falta leer encuestas, basta con no ser autista. Sin embargo, el principal debate que entretiene a la clase política catalana es la reforma del Estatuto. Un debate al que todos entran y en el que nadie -excepto el PP, que ha hecho del rechazo de cualquier reforma institucional su bandera- quiere ser menos que los demás. Se entiende por parte de la coalición nacionalista gobernante. Su curva electoral es descendente desde hace casi 10 años, con un goteo de pérdidas constante de elección en elección, y en estos casos lo más recomendable es pensar prioritariamente en el propio electorado. Tratar de recuperar el voto que se fue a la abstención por presunta tibieza nacionalista de sus líderes y evitar que se escapen más votos por el mismo motivo. Tampoco es extraño que Esquerra Republicana de Catalunya juegue esta carta: primero, porque es la suya, y segundo, porque puede ser la principal beneficiada de las fugas de voto nacionalista que tenga CiU. Es, sin embargo, difícil de comprender que entre al trapo el PSC. ¿A estas alturas todavía, de verdad, creen que necesitan competir en nacionalismo con Convergència i Unió? Pasqual Maragall -a quien, cuando escribe, la pluma todavía se le va al debate Maragall-Unamuno de una España trágica de hace un siglo que nada tiene que ver con la realidad actual- lleva su condición de catalanista puesta. No me parece que nadie de buena fe pueda dudar de ello. Su desgarro personal es el amor, a veces incomprendido, por Cataluña que le obliga a querer y hacerse querer por España, y que le hace mirar al País Vasco con una atención que nunca le dedicó Jordi Pujol, menos sentimental y más astuto (y racional en el uso de los símbolos), aunque pueda parecer lo contrario. Maragall tiene que convencerse de que su catalanismo es un dato adquirido y que, sin embargo, sus votantes -él también tiene que empezar por hacer el pleno de los suyos porque tiene muchos en la abstención- tienen otras muchas prioridades en la mente. En algo debería notarse que el PSC es un partido de izquierdas. ¿O no es en este terreno donde debe marcar las diferencias? No vamos a creernos ahora una de las estupideces más publicitadas en los últimos tiempos: que la derecha se ha hecho con el programa de la izquierda y ha dejado a ésta sin contenido.

Desde una propuesta que subraye las diferencias en el terreno de lo social, en el terreno de la apertura de la sociedad catalana siempre tentada de una cierta endogamia mental, en el terreno de la dignificación de la política como motor de una nueva modernidad una vez culminada la transición liberal, se podrán explicar las ventajas del autogobierno, y se podrá hacer comprender por qué Cataluña necesita más recursos y qué es lo que necesita. Pero en abstracto, como un debate entre lo esencial y lo identitario, poco dice al electorado socialista. El asunto del Prestige nos ha recordado la importancia de la proximidad. Los nacionalistas del Bloque han sabido sacar ventaja de ella y han demostrado la sensibilidad que otros no han tenido. Pero la proximidad no es sólo más autogobierno. Es saber estar cerca en política. Empezando por estar cerca del propio electorado.

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