Seguridad enfermiza
En Etiopía no importa la seguridad. A nosotros nos importa mucho. En Etiopía enferman y mueren de hambre. Nosotros enfermamos y, cada día más, podemos morir de miedo. De miedo a sufrir alguna catástrofe, alguna enfermedad, algún ataque terrorista. Incluso podemos enfermar del miedo a no lograr esa obligación consensuada por las sociedades ricas que es la de la felicidad. El temor a no ser feliz -a no disfrutar de la vida, a no sacarle el jugo a la fruta- es como una parálisis que bloquea los resortes mentales y un sufrimiento que se traduce en ansiedad y estrés. Nuestro miedo se agrava a cada instante por una razón banal que John Berger formula así: "Sin dinero todas las necesidades cotidianas se convierten en un sufrimiento". La crisis económica, pues, no es un enemigo menor: ahí está como un terrorista oculto recorriendo el mundo y entrando en nuestras casas a través del aumento de precios, de la inflación o del paro.
Nuestro miedo, pues, es pluriforme, insidioso, universal y puede penetrar todos los resquicios. Es un miedo paradójico: si los etíopes temen el hambre, nosotros podemos tener miedo a comer demasiado; ellos morirán por no comer, nosotros moriremos por alimentarnos más de la cuenta o inadecuadamente. El miedo hoy, aquí, empieza por lo micro, la comida, y crece hasta lo macro infinito: un ataque puede venir de cualquier parte, incluido un viejo barco petrolero, el maldito Prestige. Como en las películas, nadie parece estar a salvo de nada. Y el antiguo axioma que dice que la vida es riesgo se vive, a la vez, como terror y como desafío.
Sólo cuando hay más miedo que nunca la seguridad total se convierte en obsesión: ambos son síntomas del extraño desequilibrio que nos rodea. Y la sospecha reina. Es una sospecha también universal; lógica si se cree que los enemigos están por todas partes. Una sospecha que puede volvernos, definitivamente, locos a todos y que se ha convertido en una peligrosa doctrina ideológica. Sólo en esta tesitura es capaz algún gobierno, como el de George W. Bush, de gastar mil millones de dólares diarios en defensa, preventiva o no -más del 40% del presupuesto mundial en defensa-, y pretender controlar el planeta y todos nuestros movimientos desde el espacio mediante satélites y artefactos tan sofisticados que ninguno de nosotros es capaz de imaginar.
Esa ideología suele decir que todos somos sospechosos. Así pasa desapercibido que el sospechoso tipo es aquel que no comulga con ese principio del miedo y la sospecha universal. Un petrolero que trafica con fuel y pone en riesgo la naturaleza y la vida, por ejemplo, no sería otra cosa que la expresión del libre comercio, nunca un peligroso terrorista, como estamos viendo. Los planes de espionaje universal, de seguridad e información que se recogen en el Total Information Awarness, cuyas siglas coinciden con las de aquella famosa TIA creada por Mortadelo y Filemón para espiar al vecino, no son, sin embargo, ninguna broma. Elaborados por el Gobierno de Estados Unidos, se justifican, según explicaba hace poco Rosa Townsend en EL PAÍS, para "proteger a los inocentes". Es decir, para que nos sintamos seguros y dejemos de tener miedo. ¿Miedo de quién? A lo que parece, de nosotros mismos.
Por esta misma razón se generalizan sobre los ciudadanos normales y corrientes los registros y cacheos en los aeropuertos españoles. ¿Qué es sospechoso? Preguntado un guardia civil, responde: "Cualquier cosa que nos dé mala espina". No hay leyes que describan esa sospecha. Y naturalmente, todo es arbitrariedad, todo se mueve a través del criterio del miedo: la mala espina basta. ¿Tan peligrosos somos? Pero hay muchas más preguntas sin respuesta porque, para empezar, el miedo, convertido en cultura de la seguridad, también ha dejado de ser libre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.